28/3/12

"Los espejos y la cópula son abominables".

La historia está plagada de guerras y matanzas, de accidentes y catástrofes, de envidias, deseos y venganzas. La muerte siempre fue algo muy sencillo, a la mano, fácil de vestir. Especialmente en Italia en el siglo XIII. Todo era la muerte. Hasta los médicos que se encargaban de curar a los enfermos de la peste –o a acompañarlos en su último suspiro, en su exhalación final–, parecían estar disfrazados de parcas o de pájaros de la oscuridad. 
En el Medioevo las generaciones era cortas y todos conocían alguien que había muerto. Era común ver el cuerpo del muerto, sentir su olor, escuchar sus últimas palabras. Era más  común estar en contacto con los cuerpos vivos, con cualquier organismo vivo, con sus flatulencias y su olor a ajo después de una sabia panzada. Pero los tiempos cambiaron y el hombre por medio de la medicina comenzó a vivir, de a poco, más. Año tras año lograba vivir un día más o dos, tres semanas, un mes.  
Hoy el hombre logró estirar la vida lo suficiente como para que su cuerpo apenas los resista. La moda es la extensión, los más años, mientras más joven-viejo se es mejor: setenta, ochenta, noventa… y vacunas, estirarse la piel, extraer cualquier cosa que atente contra la vejez que luego se pretende ocultar con una base y un color de juventud. El cuerpo contraataca y responde con nuevas enfermedades fuera de las ya neutralizadas: tumores de todo tipo, color y forma –por doquier–. El hombre eligió vivir más de lo que el hombre puede y se traiciona como tal. Quiere extender sus días con su cuerpo, con su obra, con su descendencia. En toda creación hay un poco de melancolía, en toda reproducción, el espíritu de lo siniestro. El hombre entraña la vida y la muerte en un combate en el que la muerte sólo tiene que esperar. Mientras los cuerpos que tendrían que estar muertos se mueven y pasean por las calles.

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