Era
el último día, el último atardecer. Volvimos con los últimos destellos del
cielo, las primeras luces en la avenida y en los morros. Quise mirar por última
vez la playa de Ipanema y los islotes que sobresalen del mar, como una
despedida. Sentí un paisaje hermoso pero indiferente, que podía prescindir de
mí. Reforzó esa impresión la visión de los últimos nadadores abajo en el agua,
de los deportistas corriendo en la avenida, y más cerca, sobre los íntimos
mosaicos de la rambla, blancos y negros, los vendedores quietos, los turistas
caminantes, los regulares puestos de bebidas. Todo similar a días anteriores y
a presumibles futuros días, ya extranjeros.
Rodeamos
el fuerte que interrumpe la playa y desembocamos en Copacabana, reconocible por
sus mosaicos ondulantes (“Oigo esas fuentes murmurantes”, recordé el verso de
la canción de Ary Barroso). Recorrimos una feria de puestos en el centro del boulevard
de la Avenida Atlántica. Ofrecían recuerdos de Río de Janeiro. No todos eran
iguales, pero no era difícil apreciar que había una limitada variedad de
tenderos que se repetían con las mismas mercancías a la venta. Ropa, pinturas,
chucherías, todo alusivo a la Ciudad Maravillosa. Con indulgencia soporté los
motivos chillones de las acuarelas. Eché una rápida ojeada de desprecio
universitario a los souvenirs de un
puesto. Imaginé un inmenso galpón en Asia produciendo alternativamente llaveros
del Cristo Redentor, luego de la Estatua de la Libertad y en el último turno de
la Torre Eiffel, luego embalados de a miles y enviados a cada destino. Una señora
sentada, de edad incierta pero avanzada, me devolvió una mirada larga y
antigua. Conjeturé que era la mirada sabia y paciente de una vendedora que
podía reconocer al turista que no va a consumir. Continué por la rambla de
diseño en ondas, hasta que vi en un borde unos mosaicos sueltos, levantados por
una raíz. Tomé uno blanco y uno negro y me los llevé como recuerdo, piezas del
enorme rompecabezas que era la seña de Copacabana. En el hotel, puse los
mosaicos dentro del equipaje y emprendimos el regreso a Buenos Aires.
Cuando
desarmé la valija en casa, al verlos, recordé que los había olvidado, y pensé
que mis vacaciones de hacía unas horas eran ya lejanas y pertenecían a otro
orden de cosas. Abrí la bolsa que los protegía y, al tocarlos con mi mano, los
mosaicos tuvieron en mí un efecto maldito: de repente, tuve la visión entera de
las veredas de Río de Janeiro. Inútil enumerar lo que vi, abstraer algunas
regularidades sería retacear la visión. Cada turista, cada pisada, los mosaicos
ondulantes, la mirada de la vieja como un conjuro, cada momento del día, cada
lugar contemplados en un horror sin rumbo. No sentía el calor, ni la humedad,
ni la fatiga, sino que era testigo obligado de nimiedades infinitas que se
extendían a lo lejos y en las horas y se volvían nítidas y densas en instantes
cada vez más laxos. Pasado el primer estupor, quise salir del letargo: no pude.
No había límite a lo lejos, siempre podía alejarme más; no había límite en lo
cercano, el tiempo y el espacio se fraccionaban sin desmayo.
Un
sacudón me devolvió a mi departamento de Buenos Aires. Mi mujer, creyendo que
era víctima de una descarga eléctrica, me salvó con un golpe. Los mosaicos
rodaron por el piso. Mi estado alucinado no había durado, para el tiempo de ella, más que un relámpago. Tardé en explicarle mi visión y, sobre todo, por qué había
sido tan monstruosa.
-Como un horror al vacío, pero al
revés-, me dijo. Me pareció que capturaba algo de lo que me había pasado.
Lamenté no saber latín.
Esa
noche pensé en los mosaicos, después de tirarlos con una pala en la basura. Pensé
en lo que dice Guillermo Martínez de la diferencia entra una pieza de
rompecabezas y un mosaico. Un rompecabezas compone una figura desconocida y
única, según calzan sus piezas distintas. Un mosaico, en cambio, contiene en su
diseño todo el contenido posible del dibujo. Incluso en las veredas compuestas
por dibujos de dos colores, concluí, todos los dibujos posibles están
contenidos en una pieza de cada color. Desconozco el golpe de magia que me
condujo a ese viaje al horror lleno, pero no quisiera volver a cruzar la mirada
cargada de esa vendedora.
Más
relajado, al otro día, llegué a pensar que más me hubiera convenido comprar un
destapador con la forma del Pan de Azúcar, o una acuarela de casas atiborradas
en un morro custodiado por el Cristo, algo que indicara por dónde iniciar un
reconocimiento, una imaginario estable de una ciudad. Después, mirando las
fotos, pude tranquilizarme, contemplando a dos turistas exóticos en las playas
de Río, uno de ellos –yo- inconfundible por el color camarón chillón de su piel
bajo los rayos tropicales.
2 comentarios:
Buenísimo, Marce. La verdad que me encantó. Tiene un poco de La pata de mono y una melancolía borgeana por un aleph degradado. Muy buenas imágenes de la playa. Transmite con excelencia a un turista algo tilingo, algo intelectual. Tremenda la mirada de la vendedora.
Buena lectura, Fran. Por lo menos quiso ser eso, con algo de prestigio antiguo al estilo árabe pero que me di cuenta que era el episodio de la mano del mono.
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