Tres cosas
Tres cosas me tienen preso de amores el corazón, la bella Inés, el jamón y berenjenas con queso. Esta Inés (amantes) es 5 quien tuvo en mí tal poder, que me hizo aborrecer todo lo que no era Inés. Trájome un año sin seso, hasta que en una ocasión 10 me dio a merendar jamón y berenjenas con queso. Fue de Inés la primer palma, pero ya júzgase mal entre todos ellos cuál 15 tiene más parte en mi alma. En gusto, medida y peso no le hallo distinción, ya quiero Inés, ya jamón, ya berenjenas con queso. 20 Alega Inés su beldad, el jamón que es de Aracena, el queso y berenjena la española antigüedad. Y está tan en fil el peso 25 que juzgado sin pasión todo es uno, Inés, jamón, y berenjenas con queso. A lo menos este trato de estos mis nuevos amores, 30 hará que Inés sus favores, me los venda más barato. Pues tendrá por contrapeso si no hiciere razón, una lonja de jamón 35 y berenjenas con queso.
31/12/11
Baltasar del Alcázar (1530-1606)
Leído en alguna antología poética escolar o jesuita de algún libro viejo del Torri:
28/12/11
Cabeza de turco
Leyendo la balzaciana Carne Picada de
Jorge Asís o el reverso de una novela rusa.
Héroe del Whisky, Indio Solari, 1989
Primer epílogo
-Chau
Ramiro, te felicito-, se despedía Hugo el narrador, cansado, frágiles los
cimientos de la esforzada sonrisa, la cámara de fotos colgando en la espalda,
papel picado pegado en las suelas de los zapatos.
Se retiraba Hugo, casi último, en la
puerta me despedí de Rodolfo el escribano, el tío de Ramiro que bancó gran
parte del casamiento, pero sobre todo el que me había pagado el adelanto.
-En
dos semanas están las fotos. Muy buena la fiesta-, lo adulé para dejarle una
sensación agradable, siempre había que asociarse con emociones placenteras si
uno quería trabajar tranquilo y que no le rompieran las pelotas con los plazos
ni con el resultado.
Lo
que pasó después era predecible: Ramiro despierto en el lecho de bodas, la
flamante esposa durmiendo como un bulto oscuro, Ramiro pensando, queriendo
pensar por última vez en lo que había sido, eligiendo entre los sucesos los
hilos, los desvíos y retrocesos que lo habían llevado a esa cama, los resortes
blandos que habían empujado esa historia que Ramiro creía que terminaba esa
noche, la esperanza básica que exige todo trámite para ser, si no soportable,
al menos llevadero.
Días de infancia
A
Ramiro le hubiera gustado llamarse Aquiles, el de los pies ligeros, sobre todo
cuando jugaba en inferiores de Platense. Lo cebaban su padre Rubén y su tío
Rodolfo el escribano, sofocaban al hijo del viento, lo instaban a entrenar duro
para llegar a primera y dejar una huella, todos en el club lo querrían y encima
lo compraría un club grande y le dejaría plata, como a cualquiera que jugaba
bien cinco partidos, el resto Ramiro lo imaginaba solito, los goles, los
campeonatos y después quién te dice la selección, el futuro Marcelo Espina, y
hasta el reconocimiento de la gente en la calle. Pero sus compañeros de
inferiores, que tanto lo admiraran en infantiles por sus apiladas y sus goles,
ya en juveniles, más cerca de la competencia y del lucro del verde césped, sus camaradas
que tanto se odiaban entre ellos y entre sus respectivas familias, a Ramiro no
lo envidiaban ni lo recelaban porque vieran en él una amenaza, a Ramiro en el
equipo lo despreciaban por terco, agarraba la pelota y bajaba la cabeza y
corría atolondrado por el costado, sordo a los reclamos, hasta que
invariablemente la perdía, y entonces sus compañeros y todos los adultos se
descargaban con arteros insultos contra tremendo pelotudo. El propio Evaristo,
el entrenador amigo del tío Rodolfo, vio que semejante necedad ponía en riesgo
su puesto, y como Evaristo no estaba dispuesto a conseguir otro trabajo ni a
preguntarse si podría dedicarse a otra cosa, el mismísimo maestro Evaristo lo
puso en el banco de suplentes en novena, y ya para el inicio de octava le
sugirió a Ramiro que atendiera sus estudios. A la mañana siguiente el seguridad
del club lo paró en la puerta, buscó su apellido en una listita de utilería
berreta y le dijo que estaba afuera del equipo, que se fuera, lo lamento pibe.
Duro golpe de la primera adolescencia, inevitables desazones que curten al niño
valeroso y lo vuelven un poco más adulto, o echan a perder un destino. Es una
exageración del narrador, no se puede arruinar lo que nunca tuvo verdaderas
aspiraciones, una película que nunca prometió, sería más exacto decir que
ciertas tempranas frustraciones certifican la mediocridad de un destino,
contraen las expectativas, acalambran las pretensiones.
Y
Ramiro hizo lo que tenía que hacer en su lugar. Se encerró en la pieza que
compartía con su hermano Luis, por lo que Luis debió dormir retorcido en el
sillón destartalado del pasillo dos noches seguidas, mientras sus padres Rubén
y Mirta digerían la noticia que nunca se atrevieron a sospechar pero que no los
tomó por sorpresa: Ramiro era un espléndido medio pelo de Munro. Ramiro pataleó
y lloró y gritó y moqueó hasta que al tercer día salió el Ramiro taciturno que
es hoy, menos jugado, más pensativo que encarador.
Primer amor
También
le hubiera gustado a Ramiro llamarse Ulises y tener amores y aventuras por el
mundo. Descartada la fantasía trotamundos que le quedaba tan grande como la 8
de Platense, incubó esperanzas de experiencias épicas no ya por mitológicas
islas, apenas por los barrios que veía por la ventana del tren que lo llevaba
al centro a estudiar fotografía. Acaso el menudito Ulises de dieciocho años
veía subir en Florida unas piernas de sirena embutidas al vacío en escamosa
pollerita, y qué le importaba que la pendeja fuera más zorra que la envenenada
Circe, el ahora soñador Ramiro se entregaba a pasiones imaginarias que se
perdían en la multitud de Retiro. Y Ramiro pateaba por el centro, rajaba los
tamangos hasta Perón y Callao, subía las escaleras hasta el semipiso alquilado
del instituto donde el exquisito bohemio, el sabio libidinoso que arrastraba
las palabras en el nicotínico bigote que le cubría el labio, el fálico profesor
de fotografía de las jóvenes artistas ávidas de descubrimientos estéticos, el
eximio embaucador de cursos para viejas, el señor feudal de las muestras municipales,
el orador bicicletero de las exposiciones privadas de las fundaciones, el gran
Slavoj Pertovic enseñaba la magia del encuadre, la alquimia del color, la
intuición del instante. En estas sandeces pensaba Ramiro a la vuelta del curso,
Ramiro compositor encuadraba entre los pasajeros diagonales el aura de una cara
cansada de un pobre viejo que tenía que soportar la vuelta en ese tren relleno
hasta el repulgue; Ramiro colorista distinguía el claroscuro en media sonrisa
de alguna muchacha que bajaría en Grand Bourg, en Del Viso, y tendría que
apurar el paso temeroso a su casa o al abrigo del farol solitario de la parada
de colectivo; Ramiro lúdico entreobturaba los ojos para que las luces de la
ventana corrieran como luciérnagas lisérgicas; así demoraba Ramiro la rigurosa
certidumbre de tener que salir corriendo de la estación de Munro a la pizzería
a dos cuadras para empezar su horario de delivery.
En
resumidas cuentas, que Ramiro no era Aquiles, ni Ulises, ni siquiera Homero,
era Ramiro Ramírez, un escandaloso juego de palabras que le monopolizó las
cargadas de la infancia, un nombre menos que mediocre, acaso ridículo, una
tensión dramática insoluble, una carga absurda en el vacío de Munro, Ramiro
Ramírez, RR, que prefiguraba a lo sumo un sonriente dueño de concesionaria de
autos de saco blanco y bronceado cobrizo.
Almas muertas
Papá Rubén, mecánico, tan
acostumbrado a la florida narrativa que usaba con sus clientes que empezó a
aplicarla en su vida doméstica, primero la inimputable retórica con Mirta, después
con su propio pasado. Llegó a considerar las salidas a pescar de la juventud,
acompañado por su hermanito Rodolfo, bajo el indulgente manto de la melancolía,
qué tiempos aquéllos, incluso daba a sus reiterados relatos de domingo al
mediodía ajustes de tuerca de realismo mágico, surubíes inmensos, entrerrianas
fogosas, pacúes asados con vino fresco y chamamé. Tío Rodolfo, por el
contrario, no quería saber nada con el pasado, con las interminables y
sudorosas jornadas a la vera del río de mosquitos, con las míseras fritangas de
bagre, la cerveza caliente, la espera tímida a un costado del baile, el torpe
adolescente lleno de granos que venía de Buenos Aires y se sentía un visitante,
por su cara de pedir permiso, por la cara de local desenvuelto de los entrerrianos
mayores.
Precisamente
fue por el tío Rodolfo el escribano, ancho en su traje italiano, que Ramiro
soñó brevemente con viajar por el mundo. Ramiro tenía dieciséis, el orgullo
confinado a un rincón irrelevante, las chicas lo consideraban un buen amigo, un
boludo, los contados amigos apenas lo llamaban por lástima o para acceder a una
de sus amigas. Y justo ese verano de los dieciséis el tío Rodolfo volvía de un
viaje místico cuatro estrellas a la India, crucero mediante por las islas
Seychelles, promoción de un contacto en una agencia de viajes. El escribano
estaba tan entusiasmado con su costoso viaje que todavía quiso sacarle provecho
enrostrándole las fotos y los videos digitales a la familia pringosa de Munro,
y el joven Ramiro, inflamado de hormonas y de bronca, se dejó endulzar.
Promesas livianas de un infausto sábado de enero en que su sofisticado tío se
dejó emborrachar en el patio con clericó y sangría y dio rienda suelta a una
curda sensiblera, reiteró hasta el mamarracho un improvisado proyecto de viajes
de autodescubrimiento búdico, altanería védica y suficiencia confuciana donde
llevaría consigo al mimado sobrino Ramiro para iniciarlo en las cuestiones
trascendentes de la vida.
La
borrachera y el entusiasmo místico le duraron poco a Rodolfo y volvió a
proyectar sus viajes a Punta del Este o a Miami, se reconcentró en su
escribanía sobre Marcelo T. Este golpe fue tan funesto para Ramiro, sobre todo
porque el pibe era tan verde que tardó meses en entender la intangibilidad de
sus depósitos de ilusiones, que abjuró del chalecito con pileta en Vicente
López, renegó del velero con gin tonic los viernes, se resistió a seguir el
plácido camino de Rodolfo en la escribanía, rechazó las rondas nocturnas del
tío putero y merquero, ahora cincuentón sin descendencia, y prefirió el trabajo
en la pizzería por propinas imponderables, la birra en la esquina con gente
despierta, las rastas y el fasito con los compañeros de fotografía. El que sí
aceptó entrar de che pibe en la escribanía unos años después fue su hermano
Luisito, el segundo y último sobrino, que mientras simulaba estudiar derecho
fue ascendiendo hasta rubricar él mismo, con talento barroco y consentimiento
del escribano, la majestuosa firma del doctor Rodolfo Ramírez. Pronto Luis se
desenvolvió en el mundillo que emanaba de la escribanía, primero alegrando un
poco la pesada autoestima de las señoras, después entreteniendo con su
arrogante conversación a los señores a quienes les hacía el favor de acostarse
con sus mujeres, hasta que se consiguió el mismo mundanal puesto pero en la
calle Juncal con un pez gordo, un tal Estanislao, éste solitario, envidioso de
quienes tenían esposa e hijos que pudieran romperles las pelotas. Luisito hizo
hasta algún amigo, se permitió noviar con lánguidas chiquillas que conocían
Europa y se aburrían con la vida regalada, se adentró tanto que se creyó uno de
ellos e incluso, como la Marilyn del tango, se fue con la ucedé, se comió la
película de veras, y no se acordó más de la familia Ramírez hasta tiempo después,
hecho que estampó una certificada rabia en el escribano Rodolfo y empastó los
nervios del mecánico Rubén.
Mashenka
Aprendió
la lección Rodolfo y para reemplazar al traidor Luis buscó fuera de la hiel de
la familia y de las consabidas recomendaciones de los amigotes que pedían el
tremendo favor de hacerse cargo de un conocido, carga indeseable envuelta en el
rugoso paquete de la confianza, a cuenta o como devolución por otro favor,
acaso por el infructuoso brindis por los viejos tiempos. Pronto Rodolfo encontró
a la solícita Marisa, excelente promedio de derecho, avanzada estudiante del
curso de escribanía, a la espera de una matrícula providencial para ejercer
algún día el delicado oficio. Marisa se anticipó al escueto anuncio en el
diario que Rodolfo nunca llegó a publicar porque la tenaz Marisa, a sus
veintipico, se acercó personalmente a la escribanía de Marcelo T para pedir
trabajo. Resultó gauchita Marisa, no sólo porque era más eficiente que Luis, no
sólo porque cobraba dos mangos y se daba por satisfecha con la inestimable
experiencia que le reportaba su labor, sino que también resultó de lo más
diligente a la hora de probarla Rodolfo encima del escritorio al poco tiempo de
haber ingresado, acaso seducida por la solvencia de Rodolfo, aflojada quizás por
la vaga promesa de heredar con mucho esfuerzo la matrícula del escribano
solterón. La irrealidad monumental del despacho grande, el sopor de la mísera
luz amarilla del velador antiguo, a última hora, el estudio vacío, sin
desvestirse del todo, el trámite urgente, la verdadera rúbrica de Rodolfo.
Si me va a cagar, comentaba Rodolfo
en el Café de los Cínicos, por lo menos que me pague por anticipado. Ya te dio
más que tu sobrino, festejaba el doctor Insaurralde en su recreo de Tribunales,
y procedían a intercambiarse nuevos clientes con inquietudes inmobiliarias para
sus proyectos, con quilombos de parentela por algún muertito.
Marisa vivía en Caseros, de lunes a
viernes amanecía para dejar su casa sin revoque y llegar temprano a la vidriada
escribanía, avanzar por la marmolada planta baja y subir por un pituco ascensor
hasta el parquet encerado de las oficinas, todas amuebladas con roble
barnizado. Poco tiempo le duraron las ganas a Rodolfo, acaso andaría probando
nuevas mocosas o llevaría gatos al velero, lo concreto es que más allá de
cachetearle el culo en el pasillo no la importunaba demasiado, estaba muy
contento con su desempeño, incluso le manifestaba cariño y atención, si el aire
acondicionado estaba bien, si quería un café.
Poco
tiempo le duraron también los modos de rústica timidez a Marisa, pronto cambió
el mate cocido de Caseros por recoletos capuccinos, preguntas provincianas por
modismos céntricos, se acomodó bien al ambiente de la escribanía, llegó a
cruzarse con el infame Luis en alguna reunión social en la que coincidieron tío
y sobrino. Rodolfo conversaba con el nuevo protector de Luis y no parecía
guardarle ningún rencor, sólo lo hería el desprecio del sobrino, que se
avergonzara de su familia. El escribano paquete, Estanislao a secas, adivinó la
sorpresa de Marisa o simplemente habló del tema para iniciar una conversación
con ella, en voz baja, en un rincón del gran living de su casa:
-Es un círculo muy chico. Acá hay
que tener mucho cuidado. No se puede hablar mal de nadie, porque son todos
familia. Tampoco se puede hablar bien, porque están todos peleados.
Y
Marisa a esa altura ya sabía reír a punto, sin reventar en carcajada estridente
ni parecer indiferente, me salió un versito. La experiencia de la escribanía le
había entrado a Marisa por donde no esperaba.
La hija del capitán
Hacia
finales del curso de fotografía que todavía le gustaba, tres años en declive,
Ramiro ya imaginaba que no sería Cartier-Bresson, tampoco quizás entraría a
ningún diario, no tenía ímpetu, ni talento, ni contactos, y ni pensar en Slavoj
Pertovic, el celebérrimo litógrafo de aguafuertes porteñas jamás se fijaría en
el minúsculo Ramiro, si el eslavo realmente tenía algún poder en ese ambiente,
prefería acomodar, o prometer puestos, a las ninfas de primer año.
Para
cuando se recibió, tan falto de oportunidades, Ramiro no tenía nada que
festejar, esa noche huérfana de buenos augurios no merecía ser alargada.
Aprovechó su invisibilidad de fantasma Ramiro y eludió la invitación de Solcito
a festejar todos en su casa de Caballito, puso la plata de la vaquita para no
levantar sospechas y se fue silbando bajito para Munro, acaso anticipando una
noche en vela escuchando Pink Floyd, King Crimson, estimulantes suicidas de
calidad para el alma ensimismada.
Caminó
hasta su casa como siempre, él sabía que su pomposo certificado de asistente a
un intensivo curso no era la llave de ninguna puerta, no propiciaba
absolutamente nada, pero también sabía que era el fin de algo, el pitazo final
de una certidumbre encajonada durante tres años, la constancia burocráticamente
demorada de que Ramiro era un meticuloso perdedor, un olímpico derrotado. Se
perfilaba la terrible conciencia del fracaso, acaso el lacónico comunicado del
paso del tiempo irreversible, firmado por mano mecánica de Slavoj Petrovic,
sellado por un ministerio de ultratumba de La Plata, enmarcado y con vidrio
antireflex.
Memorias del subsuelo
Inestable
Ramiro no quiso entrar, escatimó el rutinario gesto de meter la llave y dejó
plantada la inexpresiva puerta, cerrada en el marco de su casa. Caminó un poco
por el barrio, quería estar solo, despejarse el marulo, en fin, inyectarse un
vejatorio trago, tomarse a dignos golpes en la calle, dar un paseo ultrajante.
Para cerciorarse de su nulidad pasó frente a la consabida esquina donde
pararían sus compañeros de la pizzería y demás espíritus nocturnos, fulanos que
se congregaban siempre al abrigo de la soledad, temerosos de enfrentarse a sus
destinos. Pasó Ramiro y quiso una última señal, una prueba, deseaba íntimamente
que sus amigos lo ignorasen. Pero no estaban, puede que fueran el bulto de
jóvenes que se agolpaban a la ventana del quiosco, puede que incluso lo
llamaran a gritos. Ramiro siguió su curso de arroyo seco, se adentró en la
noche de Munro por las calles muertas.
El bochornoso bar de viejos
borrachos permanecía abierto. Con todo gusto se sumergió en tan degradante
tugurio. En la mesa libre pidió una cerveza, mientras la bebía se regaló en la
visión del pintoresco lugar, en las caras de los parroquianos disfrutó las
innumerables fotos que Slavoj Petrovic jamás sacaría, ni con escenografías ni
con modelos contratados, ni en sueños el héroe del objetivo de Perón y Callao
podría recrear ese ambiente que se le metía a Ramiro por los ojos y por la
cerveza, por el olor del humo de esos cigarrillos que sólo se fumaban en el
hipódromo cuando iba a hacer trabajos prácticos de costumbres urbanas. El
fotógrafo recién recibido ideó una placa memorable, primer premio del jurado,
con melancólicos ancianos jugando a las bochas, pero otra vez el terco destino,
Ramiro no tenía la cámara ni había viejos jugando, ni siquiera había, en rigor,
ninguna cancha de bochas.
Ciertos semblantes, puntuales
bebedores, le resultaban familiares, él que tomaba el tren todos los días y
recorría el barrio en el envidiable scooter de la pizzería. Ya menguaba la
primera botella y le sobraban cigarrillos, qué picardía. Hurgó su billetera,
sus bolsillos. Calculó que le quedaba para dos botellas de cerveza, hora y
media, dos a lo sumo, entonces al momento de pedir más se inclinó por la
inestimable ginebra. Este vuelco de rata gestó el cambio, arrimó el respeto del
dueño, amilanó la hostilidad de la clientela que todavía tenía la lucidez de
considerarlo un extraño, se perfiló la autoestima tanto tiempo dormida. Incluso
el prístino borracho de la mesa de al lado, el barbudo Jorge de Domínico, le
dirigió un fugaz brindis, simple gesto amarrete de levantar el vaso y mirar a
los ojos. El perdido Jorge, prócer de las horas muertas, inquilino de Munro
porque a decir suyo se había exiliado de Avellaneda por cuestiones políticas,
acaso fueran relativas a piernas y billetes, a quien Ramiro ubicaba por su
infalible regularidad en el poco lucrativo ejercicio de apuntalar el codo.
Claro que Ramiro jamás consideró interactuar, lo protegía su espíritu de gremio
de clase media, el anticuerpo heredado en lo tocante a relacionarse con un
lumpen. Pero por la magia de la derrota, por el afán de mandar por un rato todo
a paseo, por el desacato del entusiasmo derramado, en alguna frecuencia de la
borrachera, entre la soltura y el bienestar, intercambiaron algunas palabras,
con el correr de los abyectos vasos el incipiente contacto se hizo diálogo.
Entonces el viejo beodo, el mentado Jorge de Domínico le soltaba su perorata:
-Pasa
pibe, que antes, nosotros nos rebelábamos al mundo que nos proponían.
Antiguamente estaban los anarquistas, después los crotos. Siempre hubo alguien
que se resistió a ser un gil. Nosotros quisimos hacer la revolución, pibe.
Ahora, el que se quiere cortar, no le queda otra que ser chorro, entrar en
algún curro. Nosotros veíamos que trabajar como un burro toda la vida para
tener una casita modesta, vivir de prestado... todo eso nos parecía una
porquería, y dijimos que no. Después pasó lo que pasó, se fue todo a la
mierda...
-Otra
vez con eso-, interrumpía el dueño que volvía con otra ronda-, dejalo en paz al
pibe.- Y Jorge y Ramiro esperaban a que se fuera, un interludio molesto que
nadie solicitara, para seguir la charla grave.
-Ahora-,
retomaba Jorge-, parece que tener un laburo es una bendición. Si a un canguro
le dicen que se le va a pasar la vida en una oficina haciendo lo que no le
gusta, firma contento, lo que lo asusta es quedarse afuera.
Corría
la ginebra, el borracho de Domínico estaba cada vez más borracho, modulaba mal,
no acertaba a coordinar lo que quería decir, y al final ya ni sabía lo que
quería decir, se encorvaba sobre la mesa, le pesaba el balero. Ramiro en las
antípodas, la curda eufórica alivianando la anemia mental, el infantil orgullo
desbocado, empinada la alegría absurda, acaso el colmo de creerse merecedor de
ese chorro frío de felicidad, el palpable encanto de la intoxicación. Jorge
declinaba con patético garbo, Ramiro ahora indiferente al ocaso de la charla,
quizás una sonrisa esporádica, un asentimiento decoroso, la certeza de la
billetera vacía, del fin de las rondas. Pero se quedaba en su silla, postergaba
la vuelta, se aferraba al raro privilegio de sentirse a gusto, escrutaba desde
su rincón la distinguida clientela, con descaro miraba a los demás, acaso
protegido por la invisibilidad de la borrachera. Ramiro soberbio entre
jornaleros brutos, él que pudo codearse con profesionales frívolos, a ver si
los escribanitos estaban tan sueltos en esta pocilga, a ver si los socios del
Yatch Club navegaban tan diestros en las profundidades de la noche, a ver si
las putitas de Barrio Norte se hacían las interesantes y gesticulaban en esta
barra.
Salió a la calle, Ramiro
autosuficiente, caminaba como si fuera el dueño de la vereda, aunque las luces
oscilaran y se multiplicaran, aunque perdiera el rumbo en tropezones
zigzagueantes, todavía exultante por las nobles baldosas de Munro. Tardó mucho
en caminar las quince cuadras hasta su casa, seguro de su valor, altivo en el
frenesí desangelado que lo elevaba sobre la mierda circundante. Cabeza de turco
al revés, Ramiro incomprendido proyectaba pestes a su alrededor, el negativo de
un chivo expiatorio, Ramiro blanco y redimido sobre el bajofondo negro y
cenagoso, el verdugo en éxtasis condenaba al puto mundo a que volara en pedazos
filosos y astillas de vidrio.
La dama del perrito
Al
otro día, qué desgracia, lo despertó papá Rubén tempranito para ir a Vicente
López, el asado de cumpleaños de Rodolfo. Ramiro se levantó reventado de
resaca, fue al baño despacito, la pasión según Ramiro Ramírez, una corona de
clavos en la cabeza.
Viaje en auto prestado del taller de
Rubén, japonés con caja automática, no ensucien que el cliente es bueno y si se
entera se va a enojar, media hora de impávida modorra en el asiento de atrás.
Entrada al chalecito, abrazos grandilocuentes, fórmulas fijas del afecto, feliz
cumpleaños Rodolfito, feliz cumpleaños tío Rodolfo. En la galería ya estaba el
viejo Evaristo, venido a menos, casi retirado de Platense, ocupaba un puesto decorativo
en el consejo de fútbol infantil. El maestro senil picaba unas aceitunas y le
hablaba a Marisa, devenida protegida del escribano, ahora formaba parte del
círculo íntimo y vacío del cincuentón solitario, ya era como su sobrina, de
buena gana iba a su cumpleaños un sábado al mediodía para hacerle compañía.
Cincuenta y cinco pirulos, éxito profesional, un hermano con el acoplado de
Mirta y un solo sobrino a mano, Evaristo el entrenador y el perro Rhodesian que
cada vez que se sacudía hacía temblar la mesa de plástico. Nada mal para una
celebración reducida, ya habría tiempo para brindar en el Yatch, ya lo habían
festejado la noche anterior los colegas y amigos del centro, Estanislao
incluido.
En
qué momento Ramiro se empezó a sentir mejor, en qué momento disfrutó la
presencia de una chica en la casa de su tío, el narrador no lo puede precisar.
Acaso la sobremesa larga, las conversaciones previsibles, el maldito helado de
sambayón, los hermanos Rodolfo y Rubén apartándose a fumar habanos al quincho
para decirse algo, la obligación tácita de Mirta de mandarse a la cocina para
lavar los platos, la dudosa presencia de Evaristo adormilado, Marisa levantando
la mesa, rozándolo con su vestido, quizás para coquetear, quizás porque el
todavía embotado Ramiro estaba en medio del camino. Acaso por pura química, la
derrota llamando a la derrota, la afinidad mutua de los frustrados que se
reconocían en su elemento, Marisa volvió de la cocina y se sentó junto al
Rhodesian, y el perro fue una buena excusa para iniciar una charla, una mirada,
lo de siempre, el gesto repetido, el flechazo del descarte, el tibio anhelo de
ser importante para alguien, el permiso para acariciar empezando por la mano,
probar un pedacito de felicidad, la dicha segunda mano pagada en cuotas.
Y
el miedo a perder lo poco que todavía se podían permitir soñar encaminó algunas
salidas por Palermo, aventuras acrobáticas a la sombra de una calle oscura de
Caseros, luego devolver a la entusiasta Marisa con el pelo revuelto, esperar
fumando el improbable colectivo a Munro.
La novela del matrimonio
El
idilio duró unas cinco semanas, hasta que se enteraron del embarazo. Decidieron
comentárselo primero al tío Rodolfo, necesitaban su sonrisa comprensiva, su
promesa de encontrarle a Ramiro un buen trabajo. Entraba Marisa al tercer mes
de embarazo cuando el tío Rodolfo gestó un contacto y Ramiro entró como
encargado de un edificio municipal en Villa Martelli con vivienda incluida en
planta baja. Tan contento estaba con su sueldo y con la perpetuidad del puesto
que accedió a casarse con Marisa. El sello del registro civil le daría muchos
beneficios, obra social, plus por paternidad, además del erógeno gusto de darle
al pequeño vástago un hogar, una familia. Rodolfo, muy contento, paternal con
su sobrino y con su empleada, ofreció pagar la fiesta, Rodolfo el escribano, el
tío compinche, el eterno acreedor de favores, el magnánimo experto en el
insulto de dar.
Luisito,
enterado del matrimonio de su hermano fracasado y enternecido porque todas sus
relaciones participarían del evento sin remedio, puso plata para mudar la
fiesta original a un lugar más decente, a la altura de lo que pretendía de su
familia. Se reconcilió con su tío, volvió a considerarse un Ramírez, llegó al
extremo de visitar a sus padres. Toda la familia unida proyectaba la fiesta en
un quintón por Bella Vista, Rodolfo y Luisito ponían el detalle baladí de la
plata.
Aprovechaba Ramiro los culebrones
que a la larga financiaban su fiesta, se mostraba solícito a los caprichos,
comprendía las veleidades. Incluso estaba feliz por la clase de invitados que
le imponían, el sobrio Estanislao se ofreció a llevar a la pareja en su Mustang
67 hasta la iglesia en Florida y después hasta la carpa en Bella Vista.
Momentos modestos pero dichosos, el
rol principal durante la celebración, el viaje emotivo en el Mustang, la
vanidad de atraer las miradas surcando la avenida pedorra en tamaño fierro, la
alegría previsible de la fiesta, la estupidez coreográfica del baile y el
champán. Y por qué no la oportunidad de Ramiro de mostrarle a los conocidos de
Luis su desprecio por la frivolidad, pavonear su digna indiferencia por el
éxito, su encumbrado desdén por la ambición chiquita, acaso el íntimo deseo de
llamar la atención. Vaya un protagónico para Ramiro en esta historia con
casamiento y perdices.
Segundo epílogo
Y
yo fui a ese casamiento, sí, yo, el rastrero Hugo, compañero de fotografía de
Ramiro en el curso de Perón y Callao. Por eso le hice precio. Por eso y porque
el trabajo no abundaba, y porque me interesaba verlo al perdedor en un momento
de alegría, pico cumbre de una vida chata, quise asistir a su débil esplendor.
Y me interesaba más que nada, para qué negarlo, la posibilidad de codearme con
su hermano Luis, con su mundo, acaso sus amigotes necesitaran un fotógrafo para
sus eventos sociales, para la ucedé, en fin, no perdía nada con probar. Cuando
vino uno, salido del carnaval carioca, medio
alegre, medio aburrido, a darme charla, aproveché y le hice un inventario de
mis servicios, la fotografía me apasionaba, por supuesto, pero ojo que también
hice un curso de guión de cine y televisión, incluso asistí a algunas materias
de antropología, todo con falsa modestia, claro, disfrazado de conversación
improvisada. ¿Ésos eran los elevados fines de Hugo? ¿Así me encaminaba a la
redención? Vamos, estaba desanudando mis problemas, no seamos mentirosos, lo
mismo hubieras hecho vos, lector de cuarta, vos, hipócrita, igual a mí mismo,
mi hermano.
Claro que no me conseguí nada, sólo
pude rescatar esta historia, unos pesos por las fotos, algún trago modesto, un
poco de cazuela tibia en la cocina, una bandeja entera de tostaditas con queso
crema y salmón.
El último pájaro en Corrales
Miguel, hijo único de uno de los indios de Corrales corroídos por el salar y –viejo y viudo– erosionado por la vida, soñó el canto de un pájaro.
Giró y se retorció por el desarrapado colchón, una y otra vez, hasta que despertó y se quedó boca arriba, quieto, desnudo, mirando las gruesas hebras desteñidas del techo de paja en el revés del día.
Por un tiempo incrédulo, indefinido, repleto de calor y resignación, y quizá indiferencia, creyó soñar el sonido acérrimo, contumaz, que surcaba el aire todavía.
Al fin, cansado ya de esperar sin despertarse, se incorporó entumecido, caminó con agobio a la ventana, movió el género negro que la cubría y lo vio.
Sobre el poste podrido, un poco a la izquierda y allá, un pájaro negro, confiado, cantaba.
Su panza, gorda y roja, hermosa, vibraba al silbar.
Toda la poca niñez que quedaba en los doce años de Miguel fulguró en su mirada, relució en su cuerpo rígido, tenso, conmovido por ese ser maravilloso, extraviado, pronto mustio, precioso, ya umbral aciago.
El único pájaro que Miguel había visto en su vida, hace años –el último pájaro que se había visto en Corrales–, era más pequeño que este, y como enfermo.
Lo había llevado el cura, en su visita de verano, en una jaula mordida de óxido.
Su canto se volvió triste en un día; al otro, susurro gemido.
Los indios lo miraban, en misa, con la lástima que el cura sentía por ellos.
Dos o tres viejos, nomás, hablaron de otros, contaron de antes.
Con sumo cuidado, procurando silencio, Miguel sacó la manta que tapaba la ventana y la dejó a un lado.
Palpó una ranura y metió la mano en la pared, hasta donde pudo; primero con esfuerzo, después con dolor, al fin con sangre, y la cerró en un puño.
Tomó carrera y lanzó afuera, con fuerza, el pedazo pesado de piedra y de barro.
Con fe, azar o certeza: el ave se desplomó en el suelo lo mismo.
Miguel corrió y tomó al animal que se agitaba, apenas, con las alas abiertas, mullidas, entre sus manos, como un caldo febril de plumas y sangre, de rojo escurrido entre negro.
Desnudo como iba, Miguel corrió al pueblo.
Hubo revuelo, de noche hubo fiesta.
Ese fue el último pájaro que Miguel vio en su vida.
El último que se viera, de paso, en Corrales.
12/12/11
El árbol del orgullo - G.K. Chesterton
Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.
30/11/11
Dos Schlegel
Les dejo dos frases maravillosas de Fredrich Schlegel:
“Parecido a una pequeña obra de arte, un fragmento debe estar completamente aislado del mundo circundante y acabado en sí cual erizo”.
“Es propio de la humanidad el que tenga que elevarse por encima de la humanidad”.
28/11/11
Los sueños de la razón también producen monstruos
La noche era estrellada y la luz de la luna cubría con un velo sedoso los médanos, cada uno de los pliegues y repliegues de la arena, cada uno de sus granos. Las dunas se movían, rompían, llegaban a la orilla y se retiraban. En el piso una sombra balbuceaba una y otra vez casi una palabra. Pensó en un molino, en un salvavidas, en su bitácora de viaje, en una mecedora y en la rueca de su abuela materna. Se imaginó en un mar caudaloso e inexorable dirigiéndose a las islas Galápagos en medio de una tormenta. El capitán, un hombre barbudo, bien plantado, de unos cincuenta años, estaba encerrado en su camarote rezando. En una cámara contigua la india que secuestraron resistía a los arrebatos de violencia del ron. Éste la golpeaba incesante con mil brazos al mismo tiempo y la violaba con mil penes diferentes, eyaculándole sobre las piernas, la panza y las tetas. El semen la cubría por completo, como si fuera cera y estuvieran tratando de hacer una replica de ella. Mientras, la muerte tejía y esperaba con templanza el desenlace.
El cuerpo del médico de la tripulación se hallaba colgado de uno de los mástiles de la embarcación, sostenido por una madera a la que habían clavado sus brazos. En una suerte de ritual simbólico, el hambre –con cinismo– había decidido que no había más lugar para la ciencia. Sobre su cuerpo escribieron, con el filo de una navaja, una palabra imposible, irrepetible.
La atmosfera era densa. La sublevación, algo inminente. La tripulación pasaba hambre hace semanas. Las primeras peleas entre borrachos ya se habían desencadenado. Algunos hombres cayeron por la borda. El negro de Costa de Marfil desapareció durante la tormenta, el miércoles de ceniza. Dios les había dado la espalda, ahora pertenecían a la noche y al azar.
Todo era incierto, temible, horrible… pero húmedo, muy, pero muy húmedo.
Agonizante, toma la botella, trata de exprimir sus últimas gotas y fracasa. Enojado la arroja. Una frase que leyó hace mucho tiempo viene a su cabeza “un grano de arena también es el desierto del Sahara”.
Levanta la vista y ve un sol despiadado, vacío, de acero. Piensa en su familia, en los nombres de sus hermanos y hermanas. Piensa en el día que nunca se disculpó con su padre o el día que golpeó a esa mendiga desconocida. Gira su cabeza y encuentra una botella en el piso sin ningún contenido en su interior. Alguien pasó hace poco por acá. Las huellas se dirigen hacia el interior del desierto. Si alguien pasó es cuestión de horas para que vuelva y me encuentre, pensó. Hay vida… La ilusión deductiva era una creencia, una realidad depurada, destilada. El mito de la razón, un tótem de dimensiones infinitas o un faro en el medio de este océano de arena. Los rayos del sol marcaban las doce sobre su cráneo. Asombrado por la luz, se había quedado sin aliento; había perdido su sombra. La noche y los lugares oscuros –en su interior− eran aún más tenebrosos. Allí todo comenzaba a desdibujarse. No podía creer lo que veía. Un payaso gordo y enorme apareció por el horizonte. Se reía de forma despiadada y no se podía discernir con claridad lo que gritaba. Detrás de éste quince camellos con provisiones y cuatro elefantes africanos –dos por delante y dos por detrás– que formaban un cuadrado, con soldados parados sobre sus lomos. Éstos tenían los brazos en alto y sostenían a un planeta Tierra lleno de agua. A medida que la caravana se acercaba se deformaba y en un mal movimiento se les cayó toda el agua del planeta. Ya nada tenía sentido, estaba todo perdido.
Trataba de recordar su nombre, su casa, a su mujer, a su familia, y no podía. Intentaba moverse para ver sus manos, para ver mover los dedos de sus pies; quiso recordar algo divertido y reírse, pero sus cuerdas vocales estaban rígidas como el metal. Buscaba un motivo, algo propio, íntimo. Ya no le quedaba nada. Se decía un hombre, pero ya no lo era. No tenían trabajo, ni una casa, ni un auto, ni un horario de oficina de nueve a seis… Tampoco tenía cuerpo ni energía ni pensamientos. Es más, con el correr del tiempo estaba perdiendo lo último que él creía que le quedaba: la búsqueda de sí mismo. Ya no era otra cosa más que asfixiante e irremediable sed, hasta extinguirse.
Tres gardenias
El General convocó a su madre y a su hermano a la sala principal de la estancia de la familia por un asunto urgente, les pidió que tomaran asiento, cerró la puerta y le puso un tiro en la cabeza a cada uno. Primero a su hermano, que podía ofrecer resistencia; después a su madre, vieja y débil, que no llegó ni a emitir sonido. Se aseguró que dejaba cadáveres en los sillones, abandonó el arma en la mesa de juegos, cerró la puerta con llave, y le pidió a la empleada que telefonee a la policía. Sin detenerse, salió, subió a su automóvil y condujo hasta el Palacio de Gobierno.
Apenas entró al Salón Dorado, la puerta se cerró tras de sí. Sentado en su sillón Luis XIV, el Líder le señaló el sofá a su derecha. Sobre una mesa oval, junto a un florero con tres espléndidas gardenias, un champagne abierto y dos copas auguraban múltiples encuentros.
El primero sucedió cuando el General tomó asiento: el Líder volcó parte del líquido de la botella a las copas. El segundo, a continuación: el Supremo le alcanzó una de las copas al General. El tercero, casi de inmediato: el Máximo levantó su copa, el General hizo lo propio, para chocarlas al fin, con suavidad, por sus bordes. Y entonces, sin dilaciones, se produjo el cuarto: cada uno llevó el pequeño recipiente a sus labios, y bebieron.
– Un elixir exquisito –agradeció el General.
El Líder asintió con la cabeza.
– Está cumplido –informó el General.
– Ya sé –contestó el Superior.
El General nunca había desobedecido una orden. Las cumplía, siempre, con meticulosa perfección. Tanto, que casi podía pensarse que ejecutaba las ideas del Líder con mayor exactitud de lo que el propio Líder hubiera podido.
– Eran subversivos –adujo el Más Alto.
– Eran –confirmó el General.
– Los informes resultaron innegables –agregó el Sumo Jefe.
– Innegables –coincidió el General.
– No podemos tolerar subversivos en el país. No importa quiénes sean –sostuvo, aún, el Máximo.
– Es verdad –asintió el General.
– Tengo que confesar –siguió el Supremo, algo avergonzado– que por un momento pensé… que tal vez fueras parte del complot.
– Jamás –aseveró el General, inconmovible.
El Líder volvió a servir la copa del General y se quedó un momento en silencio, pensativo, tras el cual, con tono a la vez confidente y de sorpresa, soltó:
– Eran tu madre y tu hermano.
– Es cierto –dijo el General.
– ¿Quién puede confiar en un hombre dispuesto a matar a su propia madre? –preguntó el Superior, ahora con el rostro fruncido.
El General, desorientado, no contestó. El Líder agitó su copa en pequeños círculos, revolviendo el champagne, y retomó su pensamiento con aires filosóficos…
– ¿Qué doctrina, qué figura, qué ideal, puede justificar el matricidio?
El General, sin responder, bebió con ansia el contenido de su copa.
– ¿Y el fratricidio? –interrogó el Más Alto, y fijó su mirada en los ojos del General–. Acá hay un problema muy serio –continuó el Primerísimo, con el semblante atribulado y moviendo las manos, ahora, en forma enérgica–. Mi hombre de mayor confianza, en rigor mi único hombre de confianza, de pronto es impredecible.
El General iba a decir en su defensa que solo había cumplido una orden, pero no tenía sentido: el propio Líder había dado esa orden. Enfatizando su idea, con algo de lástima, el Superior se preguntó, todavía:
– ¿Qué no haría conmigo alguien que mata a su hermano y asesina a su madre?
El General, algo pálido, no dijo nada. Con franca tristeza, el Máximo concluyó:
– Queda una sola forma de probar la autenticidad de tu entrega –y se quedó en silencio un instante, que el General ya no pudo aguantar.
– ¿Cuál? –preguntó angustiado.
El Sumo Jefe fijó sus ojos en el rostro desencajado del General, y respondió:
– El sacrificio.
El silencio del Supremo fue terrible. El General lo conocía bien: era su última palabra. No admitía réplicas, súplicas, matices, nada. El General, temblando, agarró el arma que el Líder le ofrecía, buscó con mirada borrosa las cámaras de seguridad que filmaban desde los vértices de las paredes y el techo, lamentó que esos aparatos no captaran sonidos, intentó sin éxito calcular sus posibilidades de huir del país, pensó confusamente en su prestigio, en la versión que de los hechos daría el Líder, en su mujer y en su hijo, hizo una reverencia con la cabeza, que le explotaba de dolor, y se pegó un tiro en la boca. El Líder observó con cierta repugnancia la sangre y los sesos esparcidos por la sala, y apretó el timbre que llamaba a su secretaria. Mientras esperaba, volcó el contenido de su copa en el florero, y contempló a las gardenias retorcerse, ennegrecidas.
Idea del despotismo
"Cuando los salvajes de Luisiana quieren obtener una fruta, cortan el árbol por el pie, y recogen la fruta. Ese es el gobierno despótico".
Montesquieu, Del espíritu de las leyes, libro V, capítulo XIII, ed. Losada, Buenos Aires, 2007.
23/11/11
Palimpsesto
Buenos Aires, 17 de octubre de 1950
Estimado Pierre:
No
tiene mayor importancia que le refiera en estas líneas el oprobio al que desde
hace algunos años me someten las tangibles directivas del poder, y que no soy
el mismo que redactó su necrológica, no desprovista de humor –usted mismo la
celebró-, antes de la seriedad de la guerra. He abandonado también mi
fascinación por las orillas de mi ciudad, puesto que lo que antes me resultaba
mítico ahora me inspira una funesta melancolía. Pero quisiera contarle que
encuentro refugio en los etéreos dominios literarios. En estos días me hallaba
redactando unos textos que expresan mi gratitud a esos ídolos que me protegen,
cuando en una lectura circunstancial reparé en un descubrimiento digno de la
más artificiosa fantasía.
Resulta que leí unas líneas de
finales del siglo XIX de Marcel Schwob que reproducían, palabra por palabra,
aquello que había escrito yo la semana pasada. Vea Pierre que, a diferencia de
su monumental proyecto, yo jamás me propuse imitar, mucho menos plagiar ¿Creerá
usted que perdí el juicio si le digo que Monsieur Schwob me ha plagiado antes
que yo naciera? En mi defensa, las mismas palabras de Schwob, o las mías, me
justifican. Cito el fragmento de la copia del manuscrito que me enviaron de la Biblioteca
de Nantes, idéntico al fragmento que yo mismo garabateé en mi cuaderno y al que
me veo obligado a quemar:
“Cyprien se quedó así satisfecho,
durante una temporada, por su singularidad. Pero a medida que leía poesía, fue
encontrándose aquí y allá con algunos de sus pensamientos, de sus frases e
incluso de sus excentricidades más osadas, escritos hacía tiempo. Tanto que,
finalmente, consideró que escribir siempre era imitar, aun sin saberlo.”
Le
aseguro que dudé antes de molestarlo en su reclusión, pero sinceramente no
tengo nadie más en quien confiar, salvo contados amigos cuya frecuentación
cotidiana quizás les impida evaluar el suceso con la ecuanimidad de la
distancia. Sepa comprender las molestias que le ocasiona este humilde amigo que
aprovecha la ocasión para saludarlo con afecto.
JLB.
Nîmes, 29 de febrero de 1951
Estimado Jorge:
Le
ruego disculpas por la demora en la respuesta a su siempre lúcida epístola.
Sabrá comprender que la titánica empresa que me he impuesto me produce fatigas
indecibles y atenta contra mis relaciones mundanas. Debo reconocerle que
hubiera dilatado aún más estas líneas de no haber conocido ayer a un hombre
singular. Sus cualidades morales, sus laberintos intelectuales se ajustan a la
curiosidad que yo tanto le admiro a usted, y responden de alguna manera a sus
inquietudes. Por este motivo tomé mi pluma sin dilación y apunto ahora estas
relaciones desordenadas.
Quisiera
participarlo de la existencia de este personaje que seguramente ya estaba
prefigurado en su preclara imaginación. Se trata de un editor parisino,
Monsieur Edmond Teste, quien me reveló su ambicioso plan. La inmediata
confidencia se debió a una afinidad electiva que selló nuestra amistad por
misteriosos designios. Yo también, por mi parte, le referí mi intención de
escribir el Quijote. Este Monsieur Teste tiene la peregrina idea de que lo que
se conoce como un ser superior es un ser que se ha engañado. “Para que asombre
hace falta verle –me dijo-; y para que se le vea hace falta que se muestre. Y
lo que me muestra es que la estúpida manía de su nombre le posee”. Mientras lo
escuchaba lo acompañé por su derrotero lógico, y por mi entusiasmo inflamado no
pude contener una observación muy fácil: la inducción reclamaba que los grandes
talentos de este mundo fueran secretos. En efecto, asintió: “He soñado entonces
que las cabezas más fuertes, los inventores más sagaces, los más precisos
conocedores del pensamiento debían de ser desconocidos, avaros, hombres que
mueren sin confesar”. Hasta aquí, su particularidad no sobresalía de cualquier
ingenioso invitado a los vendredis de la baronesa de Bacourt. Pero en un
azaroso momento de la ordenada tarde de ayer me confesó la aventura editorial
sin par que rumió su pensamiento durante el ostracismo al que lo obligó la ocupación
alemana.
Como
editor, debía publicar, pero estaba convencido de la futilidad de su esfuerzo.
Creó entonces a un poeta ficticio y lo llamó Paul Valéry y le dio muerte en
1945. Publicó poemas y ensayos con la voz de su invento. Incluso se permitió
una breve composición en la que el escritor ficticio lo creaba a él. Allí
publicó sus estrafalarias ideas –“la estupidez no es mi fuerte”-, como si fuera
un personaje literario, ya que ni siquiera sabiéndolo un error Monsieur Teste
pudo sustraerse a la voluptuosidad de sentirse único. Se dio el lujo también de
engendrarle a su escritor una ascendencia literaria, y con la ayuda de un
falsificador puso en circulación ficticios libros de ficticios autores del
pasado. Así imprimió los improbables nombres de Mallarmé y luego Baudelaire, a
quienes ligó en una incrédula filiación con un inverosímil autor norteamericano
que firmaba con el escueto apellido de Poe. Sobre este americano de la costa
Este, a pesar de mis fundadas sospechas, aseguró que no se trataba de una
invención suya ¿No seremos nosotros mismos, en este laberinto, excedentes
fantásticos de barro y tinta de este demiurgo?
Si,
tal como usted me escribe, su situación es el reverso de la mía, le ofrezco
este nuevo reverso, para que encuentre usted sosiego en la multiplicación de
los espejos. O al menos para que recupere su sentido del humor, y asuma un
consuelo panglossiano –no crea que olvido su interés por Leibniz-: piense que
peor sería este mundo potenciado en sus concavidades.
Aprovecho
la oportunidad para contarle –y esta vez le pido encarecidamente que no lo
publique- que avanzo a pasos lentos pero firmes con la redacción del Quijote.
He finalizado la primera parte. He imaginado y desestimado la secuela de
Avellaneda. He estudiado la lengua arábiga del siglo XVII. Ahora me encuentro
en plena invención del autor Benengeli, cuya traducción inventó al narrador,
que inventó a los duques, que inventaron Barataria. En su agudeza habrá intuido
que sobre este punto me pesan contradicciones políticas que debo resolver.
Con
el afecto de siempre.
Suyo,
Pierre Menard.
Buenos Aires, 4 de marzo de 1951.
Pierre:
Sus
palabras me gratifican en momentos difíciles. Oigo a los niños retornar a las
escuelas, pero un anónimo que se declara admirador mío me envía un nuevo libro
de texto escolar que en páginas coloreadas disciplina a los alumnos en una
obsecuencia lacerante. Pero no quisiera demorarme en estas nimiedades.
Su
relato ha inspirado mi redacción de “Valéry como símbolo”, un nuevo apartado en
mis escritos que ya van tomando la forma de un libro al que llamaré Otras
inquisiciones. En esta breve composición revelo la irrealidad del poeta
francés, pero he tomado el recaudo de disfrazar esta verdad bajo la forma de
una invención intelectual en la cual la figura del autor es signo de poeta
ejemplar creado por su obra.
Aunque,
como a usted le debo sinceridad, le confesaré que dudo de la veracidad de su
carta y sospecho la veracidad de Valéry ¿Acaso usted previó que su relato
atizaría mis dudas?
Le
confieso incluso que dudo de usted, de su existencia real, si no se trata acaso
de una invención mía o de otro confidente muerto que me susurra epístolas.
A
quien sea uno mismo, mi más pura conmiseración,
JLB
28/10/11
Fin de ciclo
Los mosquitos abrevan
en un vaso de agua.
Un olor agrio,
con mucho a gas
y aliento,
cuaja el ambiente.
– La señora dice
que se queda unos días,
no más.
Perdió la chacra
–la doméstica
explica.
A fauces abiertas, la vieja
ronca en su cama.
Como un puño
golpea la puerta.
Masculla me voy
y sale a la calle.
Más allá
apura el alba
un rebaño de obreros.
Alguien
habrá de guiarlos,
piensa,
e ignora el alcance
de sus últimos actos:
todavía no sabe
que ya es emigrante.
en un vaso de agua.
Un olor agrio,
con mucho a gas
y aliento,
cuaja el ambiente.
– La señora dice
que se queda unos días,
no más.
Perdió la chacra
–la doméstica
explica.
A fauces abiertas, la vieja
ronca en su cama.
Como un puño
golpea la puerta.
Masculla me voy
y sale a la calle.
Más allá
apura el alba
un rebaño de obreros.
Alguien
habrá de guiarlos,
piensa,
e ignora el alcance
de sus últimos actos:
todavía no sabe
que ya es emigrante.
27/10/11
Beat sin héroe. Parte I
Homenaje a las
traducciones de Bruguera y Anagrama.
I
Venía de una separación que no tiene sentido contar aquí,
pero que me había dejado sin rumbo en el mismo lugar de siempre. Había juntado
algunos billetes para el verano. Un poco quedaba de viejos ahorros de cuando
tenía proyectos, y algo había ganado en las últimas changas y no me había
gastado en las largas noches de diciembre. Esto era a finales de 2004, ya todo
se había ido a tomar por el culo y casi todos seguíamos vivos. Había desgrabado
unas clases de la facultad para el centro de estudiantes que todavía tenía que
cobrar. Llegaba enero y Ezequiel quería viajar al Sur en su Ford Falcon modelo
71. Lo iba a acompañar Mona, su chica, que también era amiga nuestra, y con
Rolfi nos sumamos. Ya antes había fantaseado con un viaje para ver el Sur, pero
siempre vagamente en charlas de borrachos.
Tomé el bus con mi mochila en la ardiente avenida y viajé
un atardecer de principios de enero una media hora hasta la casa de Mona, donde
dormiríamos hasta el alba y partiríamos al amanecer. En el bus ya iba
palpitando mi primer viaje al Sur, el lugar lejano de los relatos de Rolfi. Él
es de Neuquén, allí había pasado sus años de infancia y algunos veranos desde
que había venido a vivir a Buenos Aires. En otras ocasiones yo hubiera sufrido
el calor, pero ahora no me importaba, incluso lo disfrutaba. Para mí, el viaje
ya había empezado.
Cenamos con la madre y el hermano de Mona, tal vez la
última comida casera en las próximas dos semanas, y hablamos y tomamos vino.
Después de comer llegó Rolfi, recién bañado, y animó un poco más la
conversación, contó leyendas del Sur. Yo ya estaba sucio por el calor húmedo
del bus. Todo era entusiasmo. Eze se fue a dormir temprano para estar descansado.
Mona lo acompañó al rato. Con Rolfi nos quedamos un poco más, tomando café y
fumando, tocando la guitarra en el suelo de la vieja sala.
Salimos muy temprano. Antes tuvimos que hacer grandes
esfuerzos para despertar a Eze, que tiene uno de los sueños más profundos que
pueda alcanzarse. Se subió todavía dormido al Falcon, se calzó los lentes de
sol y empezó a manejar. Yo me senté adelante, pese a las protestas de Mona y el
silencio de Eze. No tuvimos problema con el equipaje, el auto era muy grande, y
Mona era tan menuda que incluso pusimos unos bolsos debajo de sus piernas y se
echó de costado en el asiento trasero, y todavía había lugar para que Rolfi
fuera cómodo a un costado. Salir de la zona urbana de Buenos Aires llevó mucho
tiempo, daba una sensación de continuidad infinita, como si todo el mundo fuera
una llanura poblada por avenidas y semáforos. Por fin tomamos la autopista y
nos empezamos a alejar. Íbamos callados, disfrutando de la experiencia que se
abría hacia delante.
Tomamos mate.
Comimos bizcochos y fumamos. El verano bonaerense en un Falcon 71 sin aire
acondicionado era muy caluroso. No nos importaba. Burlábamos a Eze por lo que
había costado levantarlo.
-Joder, Roco. Vamos, coño, tú eres igual, o peor- me
decía, y Rolfi reía. Todo estaba envuelto en un ánimo tranquilo y placentero.
La autopista terminaba y continuaba la ruta. Seguíamos
rodando por la llanura, las ciudades se iban espaciando cada vez más entre sí,
y después la carretera iba entre campos sembrados y praderas con vacas pastando.
Cada tanto zumbábamos al costado de un pueblo terroso y viejo. Paramos a comer
hamburguesas en la ruta. Eze aprovechó para ver el mapa. Todo sin sacarse sus
gafas negras.
-
¿Vamos bien?
- Sí. A las 3 llegamos a Santa Rosa y dormimos allí, en
la casa de los abuelos de Mona.
-
Son mis primos.
-
Tus primos, sí, guapa.
Y llegamos a
Santa Rosa. Los primos de Mona eran muy hospitalarios. Vivían en una casona en
las afueras de la ciudad, donde empezaban los campos. Pasamos la tarde con
ellos, entre el olor a bosta de caballo y el olor de la tila que les
obsequiamos. Tres pitillos de yerba paraguaya que nos hicieron toser y reír.
Después nos sirvieron un asado cojonudo y lo devoramos. Había vino y cerveza.
Todos gritaban a un ritmo frenético. Estos tipos eran unos auténticos chalados.
Comimos y bebimos y ya no sentíamos que el viaje estaba empezando. Parecía que
andábamos viajando hacía meses, y habíamos salido esa misma mañana. Cuando nos
fuimos a una casilla que nos prestaron para pasar esa noche, Eze sacó una botella
de whisky del portaequipaje. Bebimos unos sorbos del pico, en la infinita
llanura bajo las estrellas húmedas, sólo para demostrarnos que éramos los
dueños del mundo, en el ruido pegajoso de los bichos del campo, y yo dije que
si seguíamos bajando por el Este podíamos parar en las playas de Las Grutas o
Puerto Madryn. Allí el agua es más cálida que en las playas bonaerenses, por
alguna cuestión de las corrientes marinas. Estábamos cansados, lo decidiríamos
al otro día.
Salimos a la mañana, no tan temprano pero frescos y de
buen humor. Eze dijo que pasar por el mar nos retrasaría mucho, que podíamos
pasar a la vuelta, si teníamos tiempo. Estuvimos de acuero, y nos fuimos
directo para las montañas del Oeste. Pero antes del mediodía Eze ya estaba
cansado. Hacía burbujas con la boca y las tiraba hacia el volante. Todo con las
gafas puestas. Después pedía un pitillo y abría un poco la ventana, y se iba un
poco el humo y entraba mucha tierra y ruido, y hablábamas y no nos
escuchábamos. Pero era necesario refrescar el interior, todavía hacía mucho
calor, y además todos fumábamos. Atravesamos unos kilómetros de campos húmedos
y verdes por la carretera. Eze dijo que estaba cansado, que manejara Rolfi.
Mona y yo no sabíamos conducir en esa época.
Rolfi tomó el volante y Eze se pasó al asiento trasero y
abrazó a Mona. No tardó en quedarse dormido, Mona lo miraba como si fuera un
niño, con una ternura que me recordó que yo estaba solo, pero también lo miraba
con compasión, con lástima, y pensé que ellos también estaban solos. Llegamos a
la ruta del desierto, esa larga recta interminable y monótona. Rolfi conducía
con extremada precaución. Mona le reclamaba que fuera más rápido, que parecía
una vieja. Era verdad, Rolfi inclinaba su cara de bibliotecario y su cuerpo de
boxeador hacia delante, tieso contra el volante. Andaba muy despacio, y cada
vez que teníamos que avanzar a un camión nos llevaba veinte minutos por lo
menos. Tenía que asegurarse que la ruta estaba despejada en el otro carril y
además temía los sacudones del viento que se embolsaba en el acoplado de los
camiones y que reaparecía adelante, después de pasarlos, y nos desestabilizaba.
Y además tenía que discutir con Mona, que le protestaba desde atrás. Íbamos muy
lento, pero era una ruta peligrosa, tan interminablemente igual que en
cualquier momento podía pasar un conductor distraído o incluso dormido. El
decorado era tétrico, montones de coches retorcidos y herrumbrados a los
costados del camino. Toda la situación me molestaba, porque además yo iba
adelante y tenía que hacerle compañía a Rolfi, no me podía dormir, y con toda
esa discusión además hubiera resultado imposible echar una siesta. Aunque no
para Eze, que iba sepultado en el últmo abismo del sueño.
Por fin Rolfi se fue relajando, vencido por la ruta que
se desenrollaba sin distracciones, sin curvas, chata entre la tierra
resquebrajada. Mona también perdió las ganas de discutir y se adormeció.
Entonces conversamos con Rolfi nuestras fantasías de tierra y viento mientras
atravesábamos ese absurdo desierto que parecía no tener fin, y yo le contaba
que tenía el reverso de la sensación que había tenido al salir de Buenos Aires,
donde las construcciones urbanas no terminaban nunca. Mona se incorporó y se
sumó a la charla, recuperada de ánimo, y preparó mate. Hablamos unas dos horas
con mucha intensidad. Parecía que podíamos mantener el interés durante semanas.
Mona recordó algo acerca del vértigo horizontal que producía la llanura. Pero
ya empezaban a aparecer las montañas, unas sombras borrosas en el fondo que por
fin estropeaban el contorno del horizonte. Nos interrumpió el sonido de Eze
cuando despertó. Había dormido con los lentes puestos. Tardó en reaccionar.
Bostezó, se desperezó. Estaba ajeno a toda la excitación de la charla. Miró por
la ventana sucia un rato, calculó los kilómetros que habíamos avanzado.
-¿Cuánto dormí?
¿Una hora?
- No. Tres o
cuatro.
- ¿Qué pasó?
¿Pararon en algún lado?- preguntó, desconcertado. Nos reímos. Mona le acarició
el pelo negro revuelto y lleno de tierra. Rolfi le dijo que habíamos bajado el
promedio de velocidad.
II
Eze tomó el volante y pasó zumbando los camiones
petroleros de Catriel, nos quedamos sin gas y cambió el combustible a nafta
para recuperar tiempo, ahora no teníamos que detenernos cada cien kilómetros y
el coche además iba más rápido. Regateamos los autos en las afueras de Neuquén,
después bordeamos esa ciudad de cartón como una escenografía en el valle, y
disparamos por la ruta 237. Rolfi miraba su Neuquén, ridícula en el valle.
Recién cuando la ciudad se perdió por la ventana de atrás pudo decir unas
palabras:
-Saben, a la vuelta nos detendremos aquí. Les presentaré
al Peluca, a Boris. La hermana de Boris canta en un billar. Tuve un asunto con
ella. Y tal vez vea a mi padre.- Los recuerdos de Rolfi perdían el barniz de la
distancia y se volvían más dolorosos, pero él enfrentaba su pasado con emoción,
sin temor, como si se tratara de su destino.
Más al Sur, el paisaje reverdecía. La vista ya no podía
posarse en la lejanía, la alfombra de la ruta se levantaba en pendientes y
curvas. El horizonte ya no se escapaba tan lejos. Los pequeños arbustos
desérticos habían quedado atrás. Ahora íbamos entre escarpaduras y campos de
árboles frutales. Todo nos parecía rebozar de vida en el encantado valle, pero
apenas habíamos dejado atrás el desierto. El cambio de paisaje y unas
medialunas en una estación de servicio nos vigorizaron. Le dejé el lugar a Mona
adelante, para que acompañe a Eze, y me pasé atrás con Rolfi. Tardé poco en
dormirme, mientras veía a Eze concentrado en el camino, enderezando nuestros
tiempos, él fue corredor de regularidad de autos clásicos en Venado Tuerto,
conducir con el propósito de ganar tiempo era una misión para él. Con las
rodillas sostenía el volante mientras sacaba un pitillo del atado con las
manos, lo giraba sobre sus labios y finalmente lo encendía, rechazaba la ayuda
de Mona y ella ahora lo miraba con algo más parecido al amor, tenía un brillo
en los ojos de admiración por su hombre, de orgullo por pertenecerle al tipo
que tomaba las riendas del asunto y hacía lo que tenía que hacer.
Cuando me desperté ya era tarde, pero en el Sur los días
de verano son eternos, y el sol todavía estaba alto, delante nuestro, y un poco
más abajo ya se veía la cordillera brumosa en el horizonte.
-Está cortada la ruta a San Martín, vamos directo a
Bariloche antes que se vaya la luz- Eze me hablaba desde atrás de los lentes
negros, por el espejo retrovisor.
Pasamos el desvío a Villa La Angostura y yo seguía medio
dormido. Apareció el Lago Nahuel Huapi a la derecha. Llegamos a Bariloche.
Lástima que el día declinaba, a cada instante tenía el impulso de buscar mi
vieja Polaroid en el portaequipaje para sacar unas fotografías. Ya habría
tiempo otro día. Teníamos hambre otra vez, pero teníamos que buscar primero
lugar en un camping para armar las carpas antes que anocheciera. El problema
fue que en los alrededores de la ciudad no quedaba lugar libre a esa hora,
entonces seguimos unos 15 kilómetros por la avenida Bustillo, que bordea el
lago, hasta que nos aceptaron en un camping que bajaba a la orilla. Nos
apuramos a desplegar nuestras iglúes, pero ya era tarde y oscureció de golpe
mientras las levantábamos. Por suerte, el lugar estaba iluminado y pudimos
armarlas decentemente. Habíamos ardido como brasa de tila en el desierto, pero
ahora en la noche en la montaña se nos helaba el culo. Rolfi y yo fuimos
caminando de vuelta a la avenida a buscar algo para tomar, mientras Eze y Mona
preparaban unos fideos de las provisiones que habíamos traído. Comimos y
bebimos contentos, inquietos después del largo viaje fijos en nuestros
asientos, pero en silencio y cansados. Sólo dijimos que nos quedaríamos parando
en ese camping tres días, mientras recorríamos Bariloche. Fuimos a dormir,
Rolfi y yo en una carpa, Eze y Mona en la otra.
Rolfi encendió una linterna potente en la carpa para leer
un poco antes de dormir. La colgó de la cúpula de nuestra iglú. Al principio no
me molestaba, pero a los pocos minutos estábamos llenos de bichos que buscaban
la luz. Aprovechaban para entrar cuando uno de nosotros abría el cierre de la
puerta, para ir al baño, para ir a fumar, para dejar las zapatillas afuera. Le
iba a decir algo de su linterna, pero ya me estaba quedando dormido.
Continuará
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