Vio al
hombre negro abrigado en la plaza y pensó en dos opciones: o bien el negro era
un inmigrante que vendía droga o bien era un paseante negro que pensaba que el
latino que era él mismo era un latino abrigado que vendía droga. Y en la larga
caminata con misteriosos cruces con hombres lógicamente abrigados pero
sospechosamente solitarios en las plazas pensó lo que él pensaba de ellos o lo
que podían pensar de él pensando en ellos y entonces quién era el vendedor de
drogas era muy incierto entre dos locos solos pensando al infinito sobre la
presencia misteriosa del otro en el frío de las plazas berlinesas, el frío que
se prende y aferra por adentro como un feto.
28/12/14
Voyeur
A lo lejos se veía que de
la casa alargada se abría una ventana. Isabel
se asomó, tomó los postigos y los cerró. Casi al mismo tiempo apareció en la
ventana de al lado Eduardo e hizo lo mismo. Antes de que terminara, ella volvió
aparecer en la siguiente ventana, y así alternándose con cada una de los
postigos. A los pocos minutos de terminar salieron por la puerta principal. Eduardo
la cerró con llave, mientras ella fue hacia el auto con una bolsa. Eran dos muñecos minúsculos. Se subieron al
auto y arrancaron.
Vicente espero a que el
auto se perdiera en el horizonte y fue hacia la casa. Una vez ahí dio un par de
vueltas alrededor de esta probando cada uno de los postigos y las puertas. Tomó
una rama gruesa, hizo palanca forzando las maderas hasta vencerlas. Después
envolvió su brazo con su campera y rompió el vidrio. Con la rama trató de sacar
las astillas que quedaron en los bordes de la ventana y se metió. Cuando puso
un pie en el interior sintió los pedacitos de cristal crujir bajo su suela. Pese
a que era un día claro, azul, el interior estaba en penumbras. De repente, se
halló en la cocina. La mesa estaba puesta. No habían levantado los platos
después de almorzar. En la pileta se podía ver una cacerola y dos o tres vasos
lleno de agua jabonosa.
Caminó por el pasillo hasta
llegar a la parte de las habitaciones. En una de ellas había dos camas
deshechas y ropa tirada. Varios pares de zapatos desperdigados, también camisas,
pantalones, polleras. Vio un corpiño colgando de una de las cabeceras. Después
una bombacha sobre el colchón. La agarró y la olió. Cerca de la puerta, unos
calzoncillos. Hizo lo mismo. Se sacó la ropa quedándose desnudo. Abrió el
placar sacó una camisa y un pantalón, y se los puso. Se miraba al espejo que
estaba en el costado interno de una de las puertas. Se miraba, giraba y se
volvía a mirar.
La ropa le quedaba grande, un
poco ridícula. Tomó un saco, metió el brazo en la primera manga. Trató hacer lo
mismo con la otra, pero primero le erraba y después se le trabo la mano en el
forro roto, hasta que finalmente pudo. Enlazó una corbata y comenzó a
anudársela. Se colocó un cinturón de cuero marrón oscuro. Miraba al espejo con
cierta complacencia sin percatarse de su apariencia huraña. Los pies peludos se
asomaban por debajo de los pantalones.
Se paseo por la casa.
Volvió a la cocina. Agarró una mandarina y se sentó en un sillón del living.
Clavó su pulgar en el centro y tiraba de la piel hasta dejarla limpia. Después
arrancaba con suavidad cada uno de los gajos y se los llevaba a la boca. Con la
lengua empujaba las semillas hacia un costado y después las escupía en su mano
derecha. Tenía el puño cerrado que sólo abría cuando lo acercaba a su boca y
volvía a escupir. Cuando terminó puso las semillas en el bolsillo del saco.
Después fue de nuevo hasta
la habitación y se acostó en la cama boca arriba. Cruzó el brazo izquierdo
sobre su cabeza, tapándose los ojos. Se
quedó dormido.
El ruido del motor lo
despertó. Saltó de la cama, histriónico. No sabía qué hacer. Todavía tenía el
traje puesto. Atinó a sacárselo, pero no había tiempo. Agarró sus cosas y
corrió por el pasillo, pasó la sala y entró a la cocina. Una vez ahí trató de
saltar por la ventana, pero no pudo evitar pisar el marco y clavarse astillas
en el pie derecho. Saltó y corrió hasta una línea de arbustos que le permitía
llegar al monte y huir.
Rengueaba entre los
eucaliptus. La corbata flameaba con el viento, sobre el hombro derecho. Entre
sus manos tenía su ropa hecha un bollo: zapatillas, camisa, jean, campera. Se apoyó sobre el tronco de un árbol
enorme. El pie le sangraba y le dolía. Al correr por el monte descalzo se
clavaba raíces, ramitas y la cáscara vieja de los eucaliptus que caía al piso.
Llamada perdida
La mano
blanca de Mónica se filtró entre los frunces de las sábanas, avanzó por sus
nudos hacia el otro costado de la cama y manoteó ese vacío suave y resbaladizo
hasta caer en la vigilia: su ocupante se había ido. Una débil esperanza la hizo
girar todavía, enredarse en su larga cabellera negra y decepcionarse del todo:
la mesada estaba ordenada, sin ropa revuelta. Mónica suspiró, se dio vuelta,
abrazó la almohada con fastidio, se durmió otra vez.
En el
primer semáforo camino a la oficina le mandó un mensajito: ¿Cómo venís? Quería decir te extraño
en otras palabras. Cuando salió a almorzar con Carlos y Malena, todavía no le
había contestado. Le costó seguir la conversación sobre viajes, paquetes
turísticos, descuentos. ¿Todo bien?
Claudia, insistió mientras esperaban la cuenta. Lo mismo le preguntó Carlos
a ella.
A las
cuatro y media fue al baño y lo llamó, al borde de la furia; un silencio así
era raro en los últimos meses. Nada. Buscó su foto en el celular. ¿Qué pasa Sergio?, le preguntó al
aparato en voz baja.
Manejando
de vuelta, mientras se lamentaba por sus arranques adolescentes, sonó el
teléfono, miró la pantalla y reconoció su número, sin guardar. Con una sola
maniobra ubicó el auto junto al borde de la calle, en la rambla.
–¡Hola! –atendió,
con tono de ¡al fin!
–Hola –era
la voz de una señora mayor, cansada–, recibí una llamada de este número.
–Sí, quería
hablar con Sergio por favor –dijo Mónica, recomponiéndose.
–¿De parte?
–preguntó la señora.
–Claudia,
una compañera de trabajo.
Sergio le
había sugerido ese nombre: Claudia realmente trabajaba con él.
–Ah, hola
–dijo la señora con la voz quebrada, pero que a Mónica le pareció también dulce
y serena–. Soy la esposa de Sergio. Él falleció esta mañana. Me habló mucho de
usted...
–¿Cómo?
–preguntó después de un silencio.
–Falleció
en la mañana, un accidente… Ya nos comunicamos con Alfredo y le dimos los
datos, ¿no se los pasó?
–Ah, no
–contestó Mónica, ganando tiempo–. No pude hablar con él hoy, ahora lo llamo.
Discúlpeme Graciela. Mis más profundas condolencias –llegó a decir, en un hilo
de voz, antes de tapar el micrófono y escuchar confusamente la despedida amable
de la viuda.
Más
adelante, en el recuerdo de Mónica, la palabra Sergio condensaría en primer lugar una mezcla indefinida de
lágrimas, impotencia de no poder despedirse, el mar azul revuelto en rulos
blancos, en pliegues y repliegues sonoros y apagados, un insulto desde un auto
que pasaba, su auto avanzando lento, conducido por esos brazos y piernas que
eran suyos, pero desconectados de su mente, la estimación de la probabilidad de
que la viuda conversara con la verdadera Claudia, de que sospechara algo y la
buscara, su decisión de cambiar de teléfono, la envidia llena de odio por la
tranquilidad de esa señora y su dolor visible, compartido y formal, la certeza
de poder ubicar la tumba, la duda de si querría soportar la lápida de los otros,
su juramento orgulloso, aferrado a su secreto –lo único que le quedaba en ese
momento–, de que no le contaría nada a nadie, nunca, a nadie, salvo a Julia,
tal vez, a lo sumo a ella, únicamente a Julia.
28/11/14
Asado de mediodía
Las brasas ardían,
grises, no rojas, era mediodía. La parrilla estaba protegida por una pared de
calor. De la carne iba goteando grasa que se acumulaba y caía densa por las
canaletas hasta ser contenida por una canaleta mayor, transversal. Esta a su
vez estaba pinchada en uno de sus extremos, entonces nuevas gotas de grasa, más
oscura, algo más frías, caían sobre el piso de la parrilla y de ahí al suelo.
Los chorizos marcados descansaban apartados a un lado, mientras que la morcilla
reventada en una de sus puntas dejaba salir el relleno; a medida que la tripa
se achicaba, más y más se asomaba hacia afuera. Pero el parto no acababa ahí.
Después de lo que parecía una cabeza, aparecieron pedazos duros, cartílagos, la
sangre granulada, oscura y coagulada. Los chinchulines chirriaban en espiral,
el cuero del vacío había formado un cuero que crujía, duro como un caparazón.
Alejandro se puso un cigarrillo en la boca, palmeó los bolsillos del pantalón
buscando el encendedor. Al no encontrarlo tomó con la pala una brasa, la acercó
y comenzó a aspirar hasta prenderlo. En la parrilla el calor era insoportable.
Isabel y Susana estiraban un mantel a cuadros cubriendo la mesa de madera.
Entraban y salían con bandejas: vasos, platos, servilletas, cubiertos. Susana
abrazaba un balde con hielo y una botella de vino blanco. Isabel traía vino tinto
y soda. Después volvió a la cocina por una cerveza que le había pedido
Alejandro. Traete el destapador, gritó enseguida él para evitar otro viaje más,
para no esperar más tiempo con la garganta seca. Susana lo miraba en cuero, a
él, su Alejandro, tostado por el sol, con pelos enrulados en el pecho, algo
canosos, que bordeaban sus pezones negros. Miraba ese cuerpo que tantas veces
había estado encima de ella, penetrándola, lamiéndola, y le
provocaba rechazo. No por ese cuerpo mismo. Tenía la molesta sensación de que
el maquinista que lo manejaba desde el interior de su cabeza era otro y no el
de siempre. Los brazos, el pecho, el ombligo eran los mismos, sin embargo su
mirada era otra, se enredaba con furia en Isabel, y claro, ella, porque es una
pendeja y tiene todo duro, nada se le cae. Y lo peor que le gusta, a ella le
gusta que la miren, que la toquen con los ojos, que respiren fuerte con
desesperación, que la agarren con manos venosas del brazo, queriendo retenerla.
La mirada de ellos la hacía fuerte y poderosa, la hacía levitar, mientras los
otros dos babosos ahí con cara de nada. Dejen de mirarla, dejen-de-mirarla.
−Isabel, venís un segundo. Hay que
condimentar las ensaladas−. “A ver si me la llevo y la cortan de una vez”, decía para
sí Susana mirando las pantorrillas marcadas y el culo suave de Isabel que caminaba
delante de ella. Una vez en la cocina Susana echaba aceto, oliva, sal, pimienta
sobre la ensalada de lechuga y tomate
−¿Te cortás un limón?
No, si no la ven es peor. No está y la desean
más. Ellos llenaban sus cráneos de la sombra que dejó, del halo de su
presencia, de su estar ahí, de su ser-deseada-por-ellos-dos. Una sombra que les
entorpece el pensamiento y el mirar. Una estela que divide cualquier intento de
las neuronas de hacer sinapsis. Isabel hacía fuerza para cortar el limón con un
chuchillo algo desafilado. Levantaba el hombro un poco de más, y agachaba la
cabeza, mientras serruchaba. Una gota de transpiración recorrió su perfil hasta
detenerse en la punta de la nariz. Después cayó, salada, sobre el mármol frío.
Eduardo
encendió un fósforo y salió del baño. Apoyó la caja sobre una mesita lateral y
caminó por el pasillo, hasta la cocina. A través del mosquitero se podía ver a
los lejos a Isabel andando con una ensaladera en cada mano. Susana tenía la
mirada perdida. ¿Estás bien? Ella cambió la cara y sonrió exageradamente. Sí, Edu,
¿Por? No, nada, me pareció que estabas rara. No, nada que ver. ¿Acaso me veo
mal?, y sonrió. No, nada mal, nada mal…
¡Ya
sale!, gritó Alejandro con los brazos en jarra y otro pucho entre el índice y
el mayor. ¡Traigan el pan! Eduardo, Isabel y Susana se sentaron en la mesa. De
un lado, Eduardo, del otro las chicas. Alejandro apoyó la tabla con chorizos
mariposa y morcilla. El chorizo lo atenazaban con pan; a la morcilla la acompañaban
con ensalada de papa, huevo y mayonesa. ¿Está rico? Pero ni nos dejaste probar
bocado. Está bien, rico, dijo Isabel. Yo me quemé el paladar. Esperá un poco,
nena. Nada peor que asado y paladar quemado. Alejandro e Isabel le dieron un
sorbo al tinto con soda casi al mismo tiempo. ¿Y qué se cuenta? ¿Cómo la están
pasando? Lindos días vienen tocando ¿no? Un calorcito. Te diría que demasiado
calorcito. Esta -mientras revoleaba un pulgar hacia Isabel sin dejar de mirar
el plato- en seguida está en bolas tirándose
agua con la manguera. ¡Eduardo! Si es verdad. Dos minutos más y pelas tetas. Ya
te desubicas otra vez. Bueno, mal no la están pasando. ¡Una envidia! yo en el
estudio todo el día, cagado de calor. Bueno, pero los fines de semana estás
como un lagarto al sol, agregó Susana. ¿Me servís soda?
Una
mariposa que daba vueltas se posó en el vaso de Susana. Ella la miró. Todos
seguían hablando, masticando. En la parrilla, la grasa de los chinchulines
chirreaba. La mariposa volvió a volar yéndose cada vez más alto, pasó la
enredadera y se acercó a uno de los eucaliptus. Subía y bajaba, con un vuelo
irregular, acercándose a las glicinas y a la Santa Rita. Se elevó un poco y dio
una vuelta a la fuente hasta posarse en la frente de la estatua. Se quedó
quieta unos segundos y después siguió su camino hacia la fila de pinos.
Charlaron largo rato
hasta estar amodorrados por el vino. El sol le calentaba la mollera y sus
cuerpos despedían un vaho de alcohol que los rodeaba como una nube invisible
que entorpecía la comunicación y también la comprensión de los otros. Susana
era la más entera, pero la que menos aguante tenía. Así que una vez que cruzó
el umbral de cuarto o quinto vaso de vino blanco, se empezó a quejar que tenía
dolor de cabeza y mucho sueño, que se quedaba dormida. El resto la miró
reprochándola por tratar de interrumpir la sobremesa con una siesta. Así que se
esforzó unos minutos más hasta que empezó a cabecear.
−Andá a tirarte ahí querés −le dijo Alejandro, fastidiado, señalando la reposera−. Una momia. No sé ni para que la traigo.
−Bueno, tranquilo, no pasa nada. La seguimos nosotros tres.
−Sí, charlamos nosotros. Se tira un ratito y listo, después
vuelve −dijo Isabel.
Susana dejó caer su cuerpo muerto
sobre la reposera. El corte carré se le había venido encima de la cara. No
tenía ni la lucidez ni la fuerza suficiente para correrse el pelo, ni
tampoco para levantarse y moverse de lugar, aunque el sol diera de lleno sobre
la reposera. El graznido de las cotorras, es parloteo multiforme, no le permitía
desconectarse del todo y transpiraba.
El silencio del calor y
la digestión era salpicado por comentarios y conversaciones mínimas. Cuando ya
no sabían de qué hablar Alejandro y Eduardo empezaron a hablar de trabajo:
juicios, alegatos, acuerdos, resoluciones, ad hoc, ad contrario sensu, ad
limine. Isabel no entendía nada de lo que decían, jugueteaba con un corcho
entre los dedos, los amasaba con la palma, aburrida, hasta que se paró y empezó
a levantar la mesa. Pasaba todos los restos a un solo plato y los apilaba.
Todos los cubiertos también los ponía ahí. Agarró una bandeja y comenzó a
caminar hacia la cocina. Susana sufría desmayada de calor. Entre los arbustos
del cerco una figura miraba atentamente todo lo que pasaba.
Doble vida
Wilson miró a ambos lados del pasillo reluciente, giró la
llave y entró. El atardecer enrojecía el ventanal, esparciendo un entramado de naranjas
y lilas en la cama y las paredes.
De memoria, apoyó sobre la repisa de vidrio los anteojos
negros, el teléfono bueno, el reloj plateado, las llaves del trabajo. Se
descalzó: cada pie con un suspiro. Colgó prolijamente el saco de lino rosa
antaño, la camisa gris perla, la corbata azul oscura y el pantalón beige.
Tres segundos,
pensó Wilson, con los ojos cerrados, mientras dejaba caer su cuerpo saturado de
cansancio en el acolchado de seda. No pudo evitar una leve perturbación: todavía
se percibía algo del aroma exquisito y sutil, Orquídea Negra.
Un par de minutos más tarde fue al baño, se lavó la cara, se
peinó al medio. Se abrochó la camisa a cuadros, frente al espejo, mientras el
desodorante barato y penetrante, inexorablemente, lo envolvía.
Se colocó el jean y los lentes ópticos, y antes de salir
corriendo, escudriñó por un instante el profundo horizonte azul petróleo, sin
luna, que se derramaba entre las sombras mudas de los edificios atiborrados de ojos
rectangulares, vidriosos, oscuros, titilantes, empañados, luminosos…
Mientras estacionaba la camioneta, vio a su esposa en la
cocina. No era particularmente hermosa, pero tenía ese algo indefinido que
tenía que tener.
–Hola amor, llegué –anunció Wilson al cerrar la puerta.
Alexia se acercó y lo besó con detenimiento, sin pasión,
inhalando profusamente, casi olfateándolo.
–¿Estás listo? –le preguntó sonriente.
–Como siempre –contestó él, resignado.
Alexia lo llevó de la mano hasta el sillón, con solemnidad, lo
empujó para sentarlo y le colocó el detector de mentiras, subrepticiamente alterado
por Wilson, en la mano derecha, la del anillo. Desfilaron las preguntas de
todas las noches de la semana: dónde estuviste, qué hiciste, a qué hora, con
quién…
–Teléfono –ordenó Alexia, extendiendo la palma con gesto
demandante.
–De pie –le indicó después de revisar el aparato, impasible,
e introdujo las manos en cada bolsillo del jean.
Alexia lo empujó de nuevo al sillón, pero esta vez riendo.
–Amor, andá a lavarte las manos que la cena te va a encantar
–le rogó, rebosante de ternura–. Me salió exquisita.
Mientras se dirigía hacia el toilette, obediente, Wilson escuchó
todavía la voz aflautada de su esposa, que le aclaraba en tono de advertencia:
–No creas que se me pasó que llegaste un par de minutos
tarde.
Frente al espejo del baño, mientras corría el agua, Wilson
sonrió entusiasmado.
28/10/14
La aventura de un olvido
Ya había sacado la basura a la calle y vuelto a entrar como siempre por la
escalera de baldosas cansadas, había barrido y purgado con diversos trapos las
superficies antes de sepultar los productos de limpieza en la morgue del lavadero.
Había ordenado la habitación con pericia criminal, había tersado las sábanas de
la cama donde en algún pliegue del pasado se había dejado abrazar, había
cerrado la puerta del dormitorio para dedicarse con afán al living.
Acomodó
el mobiliario con pulcritud geométrica. Aisló en un rincón inofensivo la lámpara,
separó del sillón la mesa ratona a una distancia irreparable, superior a una
brazada en busca del vaso de whisky; en la
mesa a la deriva apoyó el control remoto contra
el borde, en escuadra, y levantó los posavasos para guardarlos en la gaveta de
bebidas antes de volver a cerrarla definitivamente; después el modular: sacó del cajón los
cubiertos que dejaba siempre a mano y los devolvió a la cocina, y en su lugar puso
las revistas que habían quedado apiladas y sólo dejó en la superficie exhibidos
el televisor y dos velas aromáticas; enderezó los libros en la biblioteca, los
que dormían hacía años y los que había visitado últimamente, y dispersó estratégicamente los portarretratos y los ceniceros entre los estantes.
Ya
estaba todo listo, en su lugar propio, borrada la memoria, las cosas despojadas
de relaciones clandestinas, como en un museo, o como recordaba la sala de su
abuela. Unas palmadas suaves a los almohadones vencidos del sillón para
devolverles la turgencia perdida. Cerró la llave de paso de agua. Cortó la luz.
No se volvió para ver por última vez la disposición en penumbras. Cerró la
puerta con doble llave. Se fue de vacaciones.
La disputa
Desde la
ancha butaca marrón de cuero sintético, a través de sus lentes tornasolados
estilo aviador, el Sr. Eaton Gilsen vio el pedazo de papel gromery de 250
gramos, color púrpura, cruzar su despacho y estirarse hacia él.
Las gruesas
y bruñidas lombrices que lo cargaban, pintadas de rojo rabioso en las puntas, lo
mantuvieron suspendido en el aire todavía un momento. Modales espantosos, pensó Gilsen. Cuando la tarjeta fue puesta en
libertad, finalmente, flotó hasta el escritorio de melamina negro y se recostó aliviada
sobre unas familiares carpetas de contenido ignoto. La Srta. Willett pronunció
una frase indescifrable, practicó una mueca torpemente misteriosa, dio media
vuelta y salió.
El Sr.
Gilsen inspiró a pulmón lleno y ojos cerrados, recapturando la paz recuperada
de su frágil soledad. Expiró abriendo los párpados y tomó el papel con su
pequeña pinza de aluminio. “Por supuesto, por su puesto, usted ha repuesto lo depuesto,
¿o esto es solo un supuesto? Atte., Dr. Simman”. Eaton miró por la ventana: la
ciudad deslizándose hacia el horizonte, el río serpenteando entre el asfalto,
el sol salpicando los edificios y automóviles, las hormigas humanas correteando
por todas partes, desesperadas y ansiosas…
Despertó
con la vista fija en la estrella navideña de la Torre 25, su preferida. ¿En qué estábamos?, se preguntó. Ah, sí, el Sr. Simman. Miró la tarjeta rectangular
y repasó cuidadosamente las frases idiotas y rimbombantes que había tenido que soportar
durante los últimos tres meses, desde el ingreso de Simman a la firma. Antes no teníamos esta clase de problemas,
concluyó, estrujando el precioso papel con suma lentitud, palmo a palmo.
Esperó a
que el canario mecánico azul, lengua larga, diera las siete: cú cú, cú cú. Se abrochó el cinturón puntual, cruzó el despacho y el pasillo, abrió
la puerta doble de caoba de la oficina de legales y le advirtió, mientras lo
encaraba: “¿Sr. Simman?”.
El abogado se
puso de pie y recibió una seguidilla de golpes de puño a gran velocidad, certeramente
dirigidos a la cara y las costillas, para caer rápidamente devuelta en su
asiento, descuajeringado.
Eaton se
volteó con la guardia en alto y las gafas al borde de la nariz, y trazó una
visión panorámica del espacio circundante: tres oficinistas boquiabiertos, cuatro
escritorios sepultados bajo papeles inútiles, un cesto carmesí con forma de
cabina telefónica inglesa, el ventiluz de fondo, resplandeciente de sol, atravesado
por una mancha chorreante de excremento de paloma diarreica…
En ese
preciso instante apareció repentinamente la figura pequeñita del Sr. Blackburn en el vértice
de la puerta, y con su tono impersonal, indiferente, informó al aire: “Sr. Gilsen,
está despedido, le enviaremos las cosas a casa”. Luego desapareció. ¡Mala suerte!, pensó Eaton.
En el vidrio
de su vaso de spritz, Eaton Gilsen observó el reflejo del espacio en “v” que
dibujaba en su pecho lampiño el cuello sin botones de la camisa floreada, su favorita,
ya agostada por el tiempo. Tomó las puntas inferiores de la prenda, estirándola,
y la observó con detenimiento: tan gastada, manchada de sangre...
El correo
devolvió los objetos personales del Sr. Gilsen y la Srta. Willett tuvo que
telefonear a su hermana, único contacto que tenían. Hacía días que no sabían
nada, no estaba en su casa, al parecer ni siquiera había pasado por ella, no había
pagado sus cuentas: estaban desesperados.
La Srta.
Willett no mencionó el episodio, por supuesto, y antes de cortar,
fraternalmente, le aconsejó: “Que vuelva lo antes posible a la oficina. Esto es
extraoficial, pero su situación es casi irreversible”.
Lo único
que supieron después fue que Eaton Gilsen había retirado los magros fondos que
le quedaban en la cuenta bancaria, desde un cajero ubicado a pocas cuadras del
domicilio del Dr. Simman, en el lejano barrio del sudeste.
“Gracias muchacho.
Y ni una palabra, esto es confidencial”, le aclaró el Sr. Blackburn al contador,
tomándolo del hombro, mientras lo acompañaba hasta la puerta de la oficina.
A solas, Blackburn
se sirvió un whisky y apretó el intercomunicador. “Srta. Willett, llame al Dr.
Simman, dígale que la gerencia le otorgó diez días más de licencia”.
Eso fue
todo.
28/9/14
Deposición
Porque estaban
borrachos, drogados, de joda, apareció el Pelado y dijo que la zona estaba
dispuesta, que le habían pasado el dato, que era la oportunidad, que estaba
todo bien.
Porque él
mucho no quería ir, le dijeron no seas gato, no pasa nada, ¿o vas a seguir con
la gilada?
Porque los
fierros los vio en el auto, dieron vueltas despacio por el barrio de los ricos,
como un tiburón en un acuario, un grupo de pumas hambrientos, de jaguares
heridos, de humanos jóvenes saturados de adrenalina, encerrados en una jaula
con ruedas esperando el momento, empañando los vidrios de la madrugada de
invierno, sin hablar.
Porque el Pelado
le dijo al Uri seguilo a ese, tranqui, dale, era un Bora gris polarizado que
dobló a la izquierda, a la derecha y a la izquierda, buena señal, y empezó a
frenar a unos metros efectivamente, se subió a la vereda y el Pelado ordenó metele.
Porque el
muchacho se bajó a abrir el portón, el Uri le cruzó el auto justo al lado y le
saltaron él y Cuco, lo rodearon y se metieron los tres al jardín, mientras el Pelado
metía el Bora y el Uri esperaba afuera.
Porque Cuco
dijo yo me encargo de este, busquen a los demás y llenen los bolsos, el Pelado
dio el ok y se pusieron a hacer, hasta que sonó la detonación, un escándalo en la
paz de la noche.
Porque
salió de la habitación de la madre al pasillo y se topó con el Cuco nervioso,
lo tuve que matar explicó, el Pelado ordenó rajemos, cargaron las cosas que
habían separado, picaron con los dos autos hasta el arroyo, pasaron todo al Gol
y prendieron fuego el Bora, mientras Cuco se lamentaba lo tuve que matar.
Porque el Pelado
los apuntó, los amenazó, les dijo desaparezcan y en unos meses repartimos las
ganancias, y se fue con el Gol y las cosas.
Porque
nadie se quejó, lo vieron irse, caminaron por el barro del descampado en
dirección al barrio, se les cruzó un perro que empezó a ladrar, Cucó le metió un
tiro en la frente, Uri le gritó qué hacés y
Cuco lo calló, o te mato a vos.
Porque se
miraron fiero pero amanecía, él les indicó que tiraran el revólver y la pistola
al arroyo, lo hicieron y corrieron por los pasillos hasta guardarse en sus
casas.
Porque al
día siguiente estaba en la tele y en la radio, todo el mundo hablaba de eso, en
el barrio todos hablaban de ellos.
Porque lo
buscó a Cuco y estaba drogado, llorando lo tuve que matar.
Porque el
Uri no estaba, nadie sabía a dónde había ido.
Porque su
novia le dijo andá a la Fiscalía y contá todo, no fue tu culpa mi amor.
Por eso
contó todo, así como te dije, dándosela de arrepentido.
Por eso
está acá, para largo.
Por eso el
Pelado lo anda buscando.
Críticas nuevas para películas viejas: The shinning (1980) – dir: Stannley Kubrick
Traducida al
español como El resplandor, The shinning es una película que relata
el drama familiar de la familia Torrance. Jack Torrance un trabajador de clase
media, ex profesor, se ve en el aprieto de tener que tomar el trabajo como
cuidador del hotel Overlook, ubicado en el medio de las montañas de colorado y
al que no hay acceso posible durante todo el invierno por las fuertes nevadas.
Jack moviliza a su familia hacia allí por necesidad laboral y por un viejo
anhelo de trabajar en una novela, ignorando la advertencia acerca de lo
sucedido con el anterior cuidador y su familia (asesina a su familia y se
suicida).
La familia está
compuesta por Jack Torrance (Jack Nicholson), un hombre pelado de mal carácter;
Wendy (Shelley Duvall), una mujer bastante corta; Danny (Danny Lloyd), un chico
con cara de croqueta que lo único que hace es mostrarse asustado y temblar (también
tiene poderes, pero sirven de poco en la historia); y, por último, Tony, el
amigo imaginario de Danny, encarnado en su dedo índice (el dedo de Danny Lloyd).
La familia
llega el día del cierre al público. Una vez instalados allí arranca el
invierno. El administrador les muestra ese inmenso hotel y les revela que fue
construido sobre un antiguo cementerio indio. Mientras era construido los
obreros se tuvieron que defender de los terribles ataques de estos.
Un personaje
secundario fundamental, Dick Hallorann, el jefe de cocina (Scatman
Crothers), les enseña las enormes cocinas a Wendy y a Danny. Adentro de una de
las despensas, Halloran, sin dejar de hablar con la Wendy acerca de los víveres
disponibles, invita telepáticamente a Danny a tomar un helado. Una vez a solas,
Dick, ahora con una expresión llamativamente más seria, le explica que él y su
abuela compartían esta habilidad telepática, que él llama «el resplandor». Luego
Danny le pregunta si hay algo a que temer en el hotel, sobre la habitación 237.
Según Hallorann, el propio hotel «resplandece»: guarda entre sus muros una gran
cantidad de historias y no todas son buenas. Después le ordena que se mantenga
alejado de esa habitación.
Pasa el tiempo
y Jack se encuentra bloqueado para escribir. Madre e hijo disfrutan de la nieve
y recorren el inmenso laberinto de arbustos. Por su parte, Danny tiene unas
horribles visiones de las niñas asesinadas por el anterior cuidador, olas se
sangre saliendo de un ascensor, etc. Jack, frustrado por la imposibilidad de
escribir, comienza a comportarse de forma extraña y cada vez más agresiva. La
curiosidad, o una cierta posesión cuyo origen aparente son las fuerzas malvadas
del hotel, lleva a Danny a meterse en la habitación prohibida. Después aparece
con heridas en el cuello. Wendy se altera y culpa a Jack. Este, harto de su
mujer, se va a tomar un whisky con el camarero fantasma, al que llama Lloyd
(como si lo conociera de antes).
Más tarde,
Wendy habla con su hijo. Danny dice que la responsable es la señora de la
habitación 237. Jack entra en la habitación y se encuentra con una hermosa
mujer bañándose. Comienza a besarla y se convierte en una horrible vieja
podrida. Después le dice a su mujer que no ha visto nada allí. Vuelven a
discutir. Jack se va al bar a seguir tomando con Lloyd. Esta vez el lugar está
atestado de fantasmas en una fiesta de disfraces. Ahí es cuando conoce al
fantasma del antiguo cuidador, Grady, que le dice que tiene que tiene que tener más
corta a su mujer y su hijo, que tiene que ser más mano dura de lo que venía
siendo. Dice específicamente que los tiene que “corregir”.
Wendy descubre
que todo el trabajo de Jack en su novela es una repetición al infinito (hojas y más hojas) de la misma frase: "All work
and no play makes Jack a dull boy" ("Mucho trabajo y nada de juego
hacen de Jack un tipo aburrido"). Ella se enfrenta a Jack. Él la amenaza ella
se defiende y lo golpea con un bate. Él cae por una escalera y queda
inconsciente. Wendy lleva el cuerpo hasta la cocina para encerrarlo en la
despensa. Esta es una solución momentánea, pero con esto no resuelve el
problema: ella y Dannny están atrapados, Jack saboteó la radio del hotel y el trineo
a motor. Después, Jack habla a través de la puerta de la despensa con Grady,
que desbloquea la puerta, liberándolo.
Danny escribe
"яedяum" con
labial en la puerta del baño, mientras repite la palabra hasta el hartazgo con
la voz de Tony (el amigo imaginario). Cuando Wendy se despierta ve a través del
espejo, la palabra “murder”
(asesinato). Jack comienza a golpear la puerta del cuarto con un hacha, y Wendy,
cada vez más asustada, coge el cuchillo de cocina y se encierra con Danny en el
baño. Esa es la famosa escena de la película en la que Jack dice “¡Here is
Johnny!”, después su mujer le clava un cuchillo. Danny escapa por la ventana.
El ruido del motor del trineo de Halloran
hace que Jack vaya a buscarlo. Le termina clavando el hacha en el pecho
al pobre negro. Después va a buscar a su hijo al laberinto. El astuto del cara
de croqueta engaña a su padre, se escapa, y Jack queda encerrado en el
laberinto y muere congelado por la nieve y el frío. Madre e hijo huyen del
hotel en el vehículo de Halloran.
En la escena
del final, la cámara se acerca lentamente a una foto en blanco y negro mientras
suena jazz de los años veinte. En el centro de la misma se puede ver a un
sonriente y jóven Jack Torrance. Al pie de la foto dice que se trata de la
fiesta del 4 de julio celebrada en el Hotel Overlook en el año1921.
Con respecto al
argumento, la película da la impresión de no cerrar por ningún lado. Es
maravillosa. Por momentos, es difícil de clasificarla en un género determinado:
no sabemos si se trata de un drama familiar, un drama psicológico, una película
de terror, una drama de terror familiar o todo junto a la vez.
28/8/14
Un día especial
Me
levanto, me baño, me cepillo, me peino, desayuno como todos los días. Mentira.
Claro que todos los días hago lo mismo, pero nunca me lo planteo de ese modo al
despertar, creo que en ese caso me faltarían fuerzas para levantarme. Ahora que
reconstruyo este día tan raro para mí, ahora con el día concluido es lícito
pensar que me levanté como de costumbre, que la mañana era ordinaria y sin
mayores augurios, salvo alguna novedad en la vacante del juzgado, la esperanza
de un mínimo indicio que sí ocupó seguramente mi atención mientras tomaba mi
café instantáneo.
Vamos
de nuevo. Me levanto, me voy desenroscando los “proveer de conformidad”, los
“será justicia” del último sueño –cuando estoy estresado me paso de rosca-,
dejo correr el agua fría hasta que un milagro vierte calor por la ducha, me voy
despertando, recuerdo fragmentos de la conversación de anoche, todos hablando
que este país es una joda, que son todos unos chantas, que la justicia tarda y
todos en tribunales son unos vagos, como los del registro civil pero con
soberbia en lugar de desidia, como si fueran la gran cosa, la estirpe elegida
para custodiar el fuego sagrado, y en verdad lo único que hacen es acumular
problemas en cajones inaccesibles. Recuerdo la imagen: el avaro tradicional
esperando la muerte, con un arma apretada y transpirada en la mano, sentado en
la cima de un montón de casilleros apilados, encumbrado en su insólita riqueza
de oficios no despachados. La imagen que hizo reír a mis ex compañeros de la
facultad; todavía los aprecio, pero ya no me siento tan cercano, ellos con sus
departamentos, sus autos, sus progresos en el estudio del padre, sus posgrados
en Estados Unidos. No. Imposible pensar en eso en una ducha de tres minutos.
Acaso habré pensado en Andrea, en el ascenso, la ropa sucia. Entonces fue
después, esperando el tren, acaso en las distracciones de la mesa de entradas.
Salí
para el trabajo: camino siete cuadras hasta la Estación Rivadavia. Espero el
tren, me acomodo el saco, hace calor. Se atrasa el tren, me inquieta el
horario, es fundamental hacer buena letra. Siempre llego primero, pero ahora es
indispensable. Me entretengo con las inscripciones en la pared. Una me llama la
atención:
Haiku:
Trillan el
puente
Autos y
metáforas
De humo, de
gris
Releo
los versos. Espero el sabor. Nada. No termina de tener sentido, es exactamente
la misma sensación que tengo cuando giro y miro el puente ahí arriba, y veo los
autos que pasan arriba del puente gris que está arriba de la estación gris. De
acuerdo, es todo gris, el puente, las columnas, el andén acá abajo. Eso no
significa nada, ni siquiera es absurdo. Llega el tren y aborta un pensamiento a
la deriva.
Llego
al trabajo diez minutos antes, con culpa por la ansiedad. Resuelvo salir de mi
departamento quince minutos antes a partir de ahora para evitarme los nervios,
la irritabilidad del viaje que se me va cuando llego y veo todo en orden, es
decir, vacío. Ahora van apareciendo mis compañeros, ya busqué agua caliente
para el mate. Lucrecia trae bizcochos de grasa de la panadería. Entonces se
acercan los policías para saber si necesitamos notificar algo. Manuel les
ofrece bizcochos, mate y los chistes de rutina: cuando hay desayuno, Víctor es
muy servicial –aunque le decimos Maidana, a los policías les decimos por el
apellido. Hay buen humor y poca gente cuando abrimos, así que los despachos
salen rápido y mientras charlamos con los abogados jóvenes, los procuradores,
los policías y nosotros, los judiciales. (Para los imputados, nosotros es un
ellos más amplio: policías de uniforme –Maidana y Cevallos- y policías de civil
–Lucrecia, Manuel, yo).
Maidana
y Cevallos desaparecen, en el juzgado empiezan las colas: algunos impacientes
que nos miran con bronca, algunos impacientes que nos endulzan con buen trato
–incluso medialunas- para recibir una atención preferencial, algunos
resignados, algún que otro que espera sin emociones –como debería ser a veces,
pero a veces el que no llora no mama.
Cumplo
mi deber en silencio. Pensativo. Para Lucrecia, por el ascenso. Para Manuel,
alguna minita; Andrea, seguro, dice Lucrecia. Nada, digo, estoy cansado. Se cierra la atención al público. No
me viene a llamar el secretario. Es el juez en persona, con su pretenciosa
intención de que lo traten como a uno más, nada de fórmulas ridículas para
relacionarse con él. Eso me dificulta el trato, me obliga a medir mi cortesía.
Si quiere ser uno más, que me cambie el puesto, diría Manuel. El juez me dice bajito que
hay buenas noticias para mí, que no le diga a nadie, que el viernes se
oficializa, me hace un gesto desconcertante y se va. Ahora me toca disimular lo
imposible, Lucrecia y Manuel vieron el intercambio clandestino. Me quieren
arrancar una declaración, pero saben que no puedo hablar, se contentan con una
sonrisa incómoda y me empiezan a felicitar a su manera, me preguntan si no me
voy a avergonzar de ellos cuando sea su superior. Un detenido contempla la
escena, la sigue cómplice, pero su orgullo le obtura la sonrisa y adopta una
pose de desprecio.
Nos
despedimos. Manuel se enoja, me dice que debería estar contento, me obliga a
una alegría efusiva. Levanto ligeramente los hombros y con eso trato de explicarle,
o no, no le explico nada, esto lo voy pensando a la vuelta, Manuel ya quedó en
la puerta del juzgado, voy pensando después entonces que recibí la noticia que
quería, pero mi reacción no la había previsto. Ciertamente no es un estallido de gol. Es un anuncio significativo, pero falta todavía todo el largo trámite en el ministerio, el lento cambio de hábitos. Llego a casa y paso la tarde caminando sin rumbo por la sala, tomando mate, tratando de evaluar mis sensaciones, un poco desorientado. Sería más fácil reaccionar indignado a un imaginario ascenso de Manuel -suponiendo conspiraciones y negligencia-, ya estaría experimentado para disimular mi envidia si la elección era para Lucrecia -primero maldecirla a ella y a los valores del trabajo y después reconocer íntimamente que también lo merecía-, pero estaba en un terreno nuevo, y no estaba ni siquiera decepcionado. El ascenso es una promesa, el momento insípido e incómodo de tomar un analgésico y esperar una magia difícil de asimilar. Por el momento es una abstracción intangible, más vívido era cuando lo imaginaba en el tren, o antes de ir a dormir. Me aflojo la corbata porque estoy cansado. Sí, más intenso era imaginar el reconocimiento en el trabajo, un mejor sueldo, algo tonto como una moto o una camisa, pero sobre todo sacarme de encima la preocupación permanente que me impedía disfrutar. Todo ese desahogo ahora me parece relativo. Parece tonto, pero extraño esas divagaciones de los deseos, esas charlas íntimas con Andrea. Andrea... creo que hoy había quedado en encontrarla a la salida del trabajo. Debe estar furiosa.
El placer
Él le dijo pasá, ella gracias y subió. Él pagó mientras ella se sentaba, y luego se
acomodó en el asiento de al lado. Él contó una anécdota de la vida de Rufino
Tamayo –salían de ver algunos de sus cuadros en un museo–. Ella le comentó que
nunca había ido ahí, que le pareció muy lindo, muy cuidado, muy moderno. Él puntualizó
la habilidad comercial de su dueño: ubicó la institución en una plaza,
aprovechando los beneficios impositivos de la cultura –a esta última palabra la
entrecomilló con los dedos índice y mayor de ambas manos– y agudizando la
intervención de la seguridad pública, todo para cuidar su cara colección
privada, sin mencionar los ingresos por las actividades y servicios… genio, concluyó –con ambigua ironía–. Ella
se sintió un poco tonta por su comentario anterior y le dio la razón de plano,
sin reparos, huyendo por la tangente, de lleno: qué chanta, no entiendo cómo
puede haber gente que usa el arte para lucrar, se quejó –tal vez enojada
consigo misma–. Puede que sea el monstruo horrendo de Poe, el hombre genial sin
principios, agregó él, sin mayores explicaciones, ya francamente desinteresado
por el asunto. Se callaron. Salían hace tres meses, se estaban conociendo, eran
jóvenes y a pesar de las torpezas –o gracias a ellas– de algún modo se
interesaban.
El
colectivo discurría entre la primera irradiación de los faroles eléctricos –todavía
titilante y tenue– y la última palidez del cielo de esa precoz primavera porteña.
Dobló por Av. Valentín Alsina y empezó a ir despacio. Las luces del interior
del vehículo aún no se encendían. Él observaba con placer la sombra verde, variable
y húmeda que iluminaba el rostro pálido de su acompañante. Ella oteaba por la
ventana, sumida en el abstraído cansancio del final de un día de paseo. Pero de
pronto giró hacia él y se quedó así: de frente, tensa, amoratada. Él complementó
el movimiento en el acto, volviéndose hacia afuera, de manera instintiva, y alcanzó
a ver apenas la cruda oferta pública de una travesti en buena forma. Cuando se miraron
devuelta, de reojo, se rieron con vergüenza de la timidez.
28/7/14
Umbrales (un sueño)
Caminé por horas hasta llegar a mi casa.
Cuando entro veo que la pared que separa mi habitación de la sala tiene dos
puertas más que antes no tenía, pero eso no era algo problemático, así que me
eché a dormir. Cuando me desperté Alejandro hizo mate para los dos y para un
grupo de cuatro o cinco nenitas asiáticas que vivían con nosotros. Todas
vestían de colegio y tenían entre cinco u ocho años aproximadamente. Cuando
vuelvo a mi habitación había más libros que antes y estaban amontonados en
altísimas pilas que casi llegaban al techo. Curioso, miro una de las pilas de
menor altura de la que podía sacar los libros sin que todos se cayeran. En esa
pila encontré un diccionario de mitología greco-romana, el tomo de las obras
completas de Oscar Wilde, un libro sobre Cantor que tenía la tapa y las
primeras páginas arrancadas y que comenzaba desde la página quince, una
antología de cuentos de Dino Buzzati a la que también le faltaba la tapa pero
había sido reemplazada por otra con dibujos a mano -hechos en tinta-, y un
libro de poemas de Blake.
La
casa tenía pasillos largos que salían hacia todos lados y puertas rebeldes que
a veces abrían y otras veces, no; que a veces nos hacían ver las cosas más espantosas
y terribles, y otras, las cosas más maravillosas y agradables. Había puertas de
todos los colores y formas: rojas, negras, marrones oscuras y claras, verdes,
azul Francia, grises, blancas, altas, bajas, partidas por la mitad, rotas...
Las más curiosas eran tres: una que estaba dividida por la mitad y nunca se
podía abrir entera, si abrías la mitad de arriba la de abajo se trababa y
viceversa; otra que siempre estaba
cerrada y nunca había sido abierta; y otra que siempre estaba entornada, pero
el ángulo era tan chico que no se podía pasar y apenas se podía mirar qué había
del otro lado.
La
puerta más extraña era una que siempre te llevaba hacia otro lado. Cuando la
abrías podías aparecer en el Edén o en el Tártaro, en una casa en llamas o en
la soledad del desierto.
Cuando
la pava silbó Alejandro me llamó, era la hora del café. Las chicas asiáticas
habían salido a jugar a la calle con un tigre y un burro, pero todavía no
habían vuelto. Con el café en mano hablamos de filosofía, de historia, de cocina
y sobre la existencia de Dios. Él no se preocupaba por nada. Cada vez que le
preguntaba sobre la existencia de Dios me respondía algo distinto. Me decía que
no sabía, que no le importaba, que sí, que había llamado esa tarde y que lo
había invitado a ir a hacer las compras al supermercado y a andar en globo aerostático;
también me decía que él sí creía pero que Dios no creía en él, o que sí creía y
que Dios era un reloj, un plato de leche o la luna.
Siempre me desconcertaba.
Por un lado me hacía reír a carcajadas, por otro preocuparme, quitándome el
sueño por varios días. Eso sí, nunca aceptaba que le preguntara sobre Dios si
la pregunta no estaba acompañada de un buen café y unos scones, brownies, o
tortas de miel.
Me acosté mirando el techo y
vi a una mujer desnuda haciendo la vertical y yo me acercaba a mirar sus partes;
después me acordé de un árbol inmenso y monstruoso que estaba en el Jardín
Botánico o en plaza San Martín; más tarde pensé que estaba llegando tarde a
trabajar, pero no era así, ya había llegado tarde y el despertador que hace
vibrar hasta los muebles no había logrado ni mosquearme. Repentinamente tenía
una luz sobre la cara. Como tenía los ojos cerrados veía todo de ese color
rojo-anaranjado que tiene el interior de los párpados. El piso vibraba. Abrí
los ojos y veía todo borroso: estaba en el tren: me había quedado dormido. El
sol estaba bien arriba y yo estaba todo transpirado y muriendo de calor.
Entramos a Retiro y todo se oscureció.
Bajé del tren con torpeza
porque tenía las dos piernas dormidas. Todos caminaban igual, o muy parecido,
con los pies cansados, dolidos, dormidos o rengueando. Los pies renegaban a la
razón y proclamaban por la libertad de estar amodorrados y no tener que
obedecer a nadie. Eran una multitud.
Palpo mis bolsillos y me doy
cuenta que había perdido el boleto. Cuando el guarda se distrae paso por la
puerta con la serenidad que puede tener alguien con diecisiete boletos. “Ya
está”, pensé, y seguí caminando.
Dentro de la Terminal la gente se
desesperaba y corría como cucarachas peleándose por un pedazo de basura. Todos
querían salir, todos querían entrar. La gente se chocaba, se enojaba, se
empujaba, se decía cualquier cosa, escupía, miraba, oía, masticaba, pensaba, se
distraía, rezaba, tocaba, y de repente, la luz, el sol en el cielo inmenso y un
poco más abajo la torre de los ingleses y los plátanos, los kioscos de diarios
y el asfalto. La gente iba una atrás de otra no persiguiendo a nadie o
persiguiendo a alguien sin saber que era lo estaba haciendo, yendo a trabajar. La
gente iba por la vereda y los autos, los taxis y los colectivos hacían otro
tanto por la calle. En la esquina aparece, de repente, inimputable e inmensa, como
si siempre fuera la primera vez apareciese, la plaza San Martín con sus grandes
copas verdes. Y de todo ese bosque urbano de árboles gigantes surge, racional,
autoritario y total, el Kavanagh. Atrás, la Iglesia del Santísimo Sacramento y, más allá,
otros edificios que se escapan por la calle Florida.
Lo miré maravillado unos
segundos que parecían minutos, horas… alguien me llevó por delante y, desconcertado,
agaché la cabeza, metí las manos en los bolsillos y doble en la esquina.
La sombra de Sufiân
Hay un desierto atroz, en el interior de un desierto
inmenso, al que los árabes –gente hecha, gente enferma de calor y de arena–
llaman Rub al Jali: el cuartel vacío. En uno de sus rincones se desfiguran todavía
con paciencia las ruinas irrisorias de Ubar, la de los pilares, la Atlántida de
las arenas, única ciudad que supo estar allí, de milagro, hace siglos.
Algunas tribus beduinas transitan su periferia, sin ir más
allá. De una de ellas tomaron a Sufiân, muchacho tranquilo, para llevarlo a uno
de los pozos petroleros de ganancias infernales que la tecnología y la
esclavitud lograron introducir en ese infierno.
Sufiân pasó ocho años trabajando en el pozo. Conoció el
desierto extremo, los vientos violentos y calientes que lo hienden, los médanos
magníficos y ardientes que lo reptan, los soles soberbios e hirvientes que lo
cruzan, y el frío implacable y furioso que dispensa la luna, noche tras noche,
hasta los huesos de todas las cosas.
Cuando ya no le quedaba más que la muerte, uno de los superiores
–movido por la piedad que nace del miedo– ordenó que lo sacaran. Imposible saber
la ubicación de su tribu, si todavía existía; lo dejaron en el primer
campamento que encontraron camino a Al Aflaj y allí quedó –postrado, sin habla,
en el interior de una carpa.
A través de la tela blanca, Sufiân vio un animal enorme que nunca
había visto antes. Se quedó mirándolo fijo; esperaba con deseo, con temor, que se
levantara, que se echara a andar, que gritara, que matara, que comiera. Él se
pondría de pie y cruzaría el desierto, montado en esa bestia, hasta volver a su
gente. Pero el inmenso animal se agitaba apenas, respirando y no más, siempre
parado, entre sueños.
Así pasó unas horas Sufiân, solo, a la sombra del árbol. Nadie lo atendió ni le llevó nada. En los lugares inhóspitos no se desperdicia la bebida ni el alimento en los muertos.
28/6/14
Fundación mítica de la luna
Ya estuve encerrado antes, en la misma espera
incomprensible.
Fue hace ya un tiempo perdido, aunque cercano
en el calendario abstracto. En ese entonces creo que quise anotar en mi
cuaderno, pero no logré ni una palabra, ni siquiera dibujos al margen, sólo rayones
fuertes de tinta, por lo que veo ahora. Difícil recordar ese embotamiento
incierto, pero adivino que la falta de acontecimientos, la carencia de una
estructura temporal en la ininterrumpida repetición de la espera, la pastosa ausencia
siquiera de una sombra de sentido, imposibilitaban quizás la tarea de dar algún
testimonio, impiden ahora reponer ese período acéfalo.
Recién cuando salí de mi encierro pude hacerme una idea
de lo que había vivido. Me puse la máscara de oxígeno que me dieron sin hablar.
Caminé por un terreno indescriptible. No es un decir: no había descripción
posible. No llegaba a ser un paisaje, no había nada que remitiera a algo
conocido, ninguna imagen que pudiera asociar en el repertorio de mi memoria.
Recorría vastas extensiones y bajo mis borceguíes se aplastaba una ceniza
caldeada, un tanto viscosa. Después de unos minutos noté que sobre el plano
había irregularidades, y supuse que eran llagas del terreno. Llagas que
asomaban quemadas por debajo de la ceniza. Ahí empecé a relacionar la máscara
escafandra, los cráteres desiertos, el vacío plomizo. Aún como hipótesis
improbable, pensé en mi intimidad que por fin había alcanzado mi sueño de
etnógrafo. Estaba en la luna, con mi apuntador, haciendo trabajo de campo, debía encontrar una comunidad, una ruina al menos, un signo. Una
tormenta espacial podría ser la causa del largo encierro, las explosiones
aterradoras que ahora recordaba, los centelleos por las ranuras, los temblores, el calor
espeso. La dificultad del territorio alcanzaba para explicar el largo letargo
del que me costaba salir. Quise descartar la idea por descabellada, pero
mientras recorría las fallas geológicas, la composición del suelo, tenía que
rendirme a la evidencia para no perder la razón.
Al segundo día llegué a la primera interrupción del
camino. Un surco de agua, algo que ahora caigo en la cuenta que podía ser
similar a un río, pero en ese momento no tenía ningún antecedente. Estaba
absorto con el descubrimiento de la novedad: un rato más de marcha invariable y
hubiera perdido del todo el sentido, que por ese entonces era frágil. Supe que
tenía que hacer un mapa para dominar el espacio. Dibujé una línea, que ahora
veo en mi cuaderno. Guardé el cuaderno y crucé el agua por una especie de puente natural de cemento
irregular: así de disparatado era el lugar. Una vez en la ceniza más firme, vi que más adelante se
inclinaba el terreno -una montaña, diría ahora- y se perdía entre el humo del
cielo. Tuve mi primera sensación: miedo. Me detuve. Disfruté de ese miedo todo
lo que pude retenerlo, hasta que un impulso pragmático me arrebató la
intensidad del sentimiento. Reuní las costras más grandes de ceniza, las
apelmacé en un bloque y tallé un cartel: VERBOTEN. Lo dejé allí, de cara a la
extensión desconocida, y volví a cruzar el agua.
Busqué mi anotador y completé mi mapa. Del otro lado de la línea, la protuberancia amenazante. De mi lado, el dibujo quedó vacío. Me dibujé a mí, pero me pareció algo ridículo. Supe que debía dar un nombre a mis dominios. Por mi oficio de antropólogo, sabía de la importancia de ese acto fundacional. Mientras evaluaba nombres, saqué de mi bolsillo el llavero que me había acompañado como un amuleto durante el encierro, puse ante mis ojos, colgando por la cadenita, la pequeña figura de mujer voluptuosa hecha de goma espuma. La había apretado con furia en momentos de tensión, palparla se había vuelto una necesidad ansiosa. Hice un promontorio de cenizas y suelo -escombros quemados, diría ahora- y coloqué la muñequita en la cima. Alrededor, surqué con el talón un círculo en la ceniza, un poco para recargar el símbolo, un poco para joder. Me prohibí tocarla para siempre, a mí y a quien se atreviera a entrar a mi lugar, que todavía no había nombrado.
Hubo un sonido ubicuo y atronador, imposible de rastrear -más tarde entendería que eran naves espaciales de los americanos. Me quedé inmóvil durante un rato inmenso, kilométrico, regulando la respiración en mi máscara húmeda, hasta que despuntó un murmullo y se hizo ruido. Aparecieron los astronautas americanos, bien equipados con sus máscaras, pero con uniforme de infantería y armas. Habían desatendido mi prohibición de cruzar el curso de agua. Yo estaba solo, indefenso, y solo atiné a sacar rápido mi libreta y escribir: Krater-Tal.
Es lo que leo ahora en las hojas gastadas, de nuevo encerrado en una espera sin sentido: Krater-Tal. Cada tanto aparece un americano insolente tras la rendija de la puerta y, por más que estamos de acuerdo en lo mínimo -estamos en 1945, y con eso qué- me dice que yo no soy un antropólogo argentino que estudió en San Pablo con Lévi-Strauss, sino un general alemán; y me dice que no estamos en el valle de Krater-Tal en la luna, sino en Dresde, cerca de Praga. Con el correr de los días llegué a elaborar que yo vendría a ser un nativo -un poblador previo de Krater-Tal- totalmente incomprendido por la mirada de este ignorante que habla inglés con sotaque americano, o mejor dicho, por la mirada de alguien que es él mismo hablado por el lenguaje de la ocupación. Y que me dice que le entregue mi libreta.
Busqué mi anotador y completé mi mapa. Del otro lado de la línea, la protuberancia amenazante. De mi lado, el dibujo quedó vacío. Me dibujé a mí, pero me pareció algo ridículo. Supe que debía dar un nombre a mis dominios. Por mi oficio de antropólogo, sabía de la importancia de ese acto fundacional. Mientras evaluaba nombres, saqué de mi bolsillo el llavero que me había acompañado como un amuleto durante el encierro, puse ante mis ojos, colgando por la cadenita, la pequeña figura de mujer voluptuosa hecha de goma espuma. La había apretado con furia en momentos de tensión, palparla se había vuelto una necesidad ansiosa. Hice un promontorio de cenizas y suelo -escombros quemados, diría ahora- y coloqué la muñequita en la cima. Alrededor, surqué con el talón un círculo en la ceniza, un poco para recargar el símbolo, un poco para joder. Me prohibí tocarla para siempre, a mí y a quien se atreviera a entrar a mi lugar, que todavía no había nombrado.
Hubo un sonido ubicuo y atronador, imposible de rastrear -más tarde entendería que eran naves espaciales de los americanos. Me quedé inmóvil durante un rato inmenso, kilométrico, regulando la respiración en mi máscara húmeda, hasta que despuntó un murmullo y se hizo ruido. Aparecieron los astronautas americanos, bien equipados con sus máscaras, pero con uniforme de infantería y armas. Habían desatendido mi prohibición de cruzar el curso de agua. Yo estaba solo, indefenso, y solo atiné a sacar rápido mi libreta y escribir: Krater-Tal.
Es lo que leo ahora en las hojas gastadas, de nuevo encerrado en una espera sin sentido: Krater-Tal. Cada tanto aparece un americano insolente tras la rendija de la puerta y, por más que estamos de acuerdo en lo mínimo -estamos en 1945, y con eso qué- me dice que yo no soy un antropólogo argentino que estudió en San Pablo con Lévi-Strauss, sino un general alemán; y me dice que no estamos en el valle de Krater-Tal en la luna, sino en Dresde, cerca de Praga. Con el correr de los días llegué a elaborar que yo vendría a ser un nativo -un poblador previo de Krater-Tal- totalmente incomprendido por la mirada de este ignorante que habla inglés con sotaque americano, o mejor dicho, por la mirada de alguien que es él mismo hablado por el lenguaje de la ocupación. Y que me dice que le entregue mi libreta.
La dilación
La luz ahogada del farol balanceándose entre la cortina de agua
y las nubes espesas iluminaba poco el andén de la ínfima estación donde el tren
se detuvo, casi ciego, entre chirridos, silbidos, bufidos, y un fuerte sofión,
para ya no seguir. El guardia explicó que esperarían a que el clima mejore
–tempestad espantosa, repitió más de una docena de veces.
A esa altura del recorrido solo quedaba un puñado de pasajeros
dispersos. Cada uno se resignó a su modo: hundiéndose en las camas o en los
asientos, en los periódicos o en las ventanas, en el baño o en el bar.
El forastero no lo dudó ni un instante. Se abrochó hasta el
último botón del gabán, se puso la maleta sobre la cabeza y se lanzó al
temporal. Caminó un par de cuadras de asfalto escurrido, se puso debajo de un
toldo empachado y fumó un cigarrillo en parte húmedo y en parte mojado: por
entero asqueroso.
Después fumó otro, algo mejor, pero los labios azules y los
dedos tiritando casi no le permitieron sentirlo –lo fumó con los ojos.
Ya había visto la luz anaranjada respirando a través del vidrio empañado y de la gruesa cortina violeta, a unos metros a la izquierda, en la otra vereda. Cruzó, se volvió una vez más a la oscuridad de la noche, giró resignado el picaporte de hierro y entró.
Ya había visto la luz anaranjada respirando a través del vidrio empañado y de la gruesa cortina violeta, a unos metros a la izquierda, en la otra vereda. Cruzó, se volvió una vez más a la oscuridad de la noche, giró resignado el picaporte de hierro y entró.
24/6/14
Retrato de barrio
Se acomodó el saco, enredó la bufanda sobre su cuello
y dio un portazo. Comenzó a caminar. Pasó unas cuantas entradas de casas y
edificios bajos, un local de lotería. Se distrajo con la luz de tubo blanca de
una carnicería y frenó a mirar. En la vidriera, un grupo de pollos amuchados y
dos fuentes de milanesas arenosas y pálidas. El carnicero rebanaba en bifes un
corte ancho con hueso dándole fuerte golpes a la tabla. Se decidió a entrar.
Saludó tratando de que sus miradas se encontraran, pero el hombre seguía
concentrado en sus manos, la carne y un enorme cuchillo cuadrado. La mano era gruesa, peluda. Una mosca sobrevolaba las achuras posándose cada tanto sobre la
oreja izquierda del carnicero o su mano. Pidió una buena cantidad de paleta,
leche y huevo. Salió del local. Un gato dio un salto desde un contenedor de basura,
olfateó el piso y se metió debajo de un falcon. Las flores de jacarandá vestían la vereda de lila. Algunos autos circulaban en ambas
direcciones sobre el asfalto gris con las luces prendidas. Los cables de luz cortaban
el cielo. Estaba anocheciendo.
28/5/14
Nublado
El
pasto había crecido entre las baldosas. Eso miraba Joaquín, un poco pensando en
el pasto, en la pereza de cortarlo, un poco divagando, desviando la vista hasta
el cielo nublado, la gran masa de vapor que se movilizaba raudamente hacia la
derecha, dejando asomar la luna entre sus partes más deshilachadas, volviéndola
a tapar nuevamente con su espesura, Joaquín se regalaba en la velocidad de las
nubes hacia la derecha, la marcha disciplinada hacia el río, cuando un
movimiento dentro de la casa lo interrumpió. Giró sobre su silla en la galería
y vio por el vidrio del ventanal un movimiento habitual. Sabía que, por la hora
que era, Laura estaría mandando a dormir a Tomasito, invisible detrás de la
mesa del comedor. Joaquín quiso permanecer torcido en la silla por si Tomasito
venía a darle un beso antes de irse a la cama, pero un posible cruce de miradas
con Laura lo persuadió de abandonar el asunto y volvió a darle la espalda.
Cuando volvió a enfrentarse al exterior, vio las nubes y recordó vagamente y
sin proponérselo el hilo interno de su mundo. Pero ya no podía recuperar del
todo ese mundo que de alguna manera ya estaba perdido para siempre, había
vuelto a otras nubes, otra galería, otra silla. Las consideraciones acerca de
las divagaciones perdidas duraron hasta el reconocimiento del vaso vacío, buscó
la botella que nunca olvidó del todo donde tangencialmente su memoria le
indicaba, palpando el aire sobre el suelo a un costado de la silla, se abandonó
a la grata sorpresa de la obviedad: la botella seguía ahí. Se sirvió el vaso
con lento deleite, el ruido del aire entrando a la botella de vino, la escalada
contra el vidrio del vaso alrededor del chorro emergente, la constatación de
alguna reserva todavía en la botella.
Tribulación
La misma idea florecía una
y otra vez mientras miraba por la ventana y conversaba consigo mismo moviendo
los labios. El viento soplaba haciendo crujir las ramas húmedas de los árboles.
Yacía en el desorden con la mirada perdida, turbia y corrosiva. Navegaba en un
mar de oscuras cavilaciones cuando un ruido, que nunca antes había oído, llamó poderosamente
su atención, interrumpiéndolo, distrayéndolo. Miró hacia uno y otro lado del
cuarto sin alcanzar a distinguir de donde provenía el sonido. “Debe ser la
escalera” pensó buscando calmar ese principio de ansiedad. Él sabía que no era
el típico crujido de los muebles, paredes o pisos de la casa. Tampoco se
trataba de ratas o de insectos. La situación parecía la misma que hace unos
segundos atrás, la misma que hace minutos y horas atrás cuando deambulaba por
su habitación o sollozaba en el sillón, con su bata entreabierta, dejando a la
vista un cuerpo poco atlético. Sin embargo, la situación no era la misma, había
cambiado y él lo sabía bien. Había algo allí que no lo dejaba volver a
sumergirse en sus preocupaciones.
El
centelleó de un relámpago dejó todo al descubierto por unos instantes. Algo
parecía haberse movido cerca de la ventana y escuchó el mismo ruido de antes,
pero con una diferencia, se le sumaba lo que parecía el chillido de un animal
salvaje en la mitad de la cena. Al escuchar esto, la garganta se le hizo un
nudo y su pulso tembloroso dejó caer el libro que sostenía con la mano derecha.
Se acurrucó sobre el sillón, tapándose la mitad de la cara, dejando a sus ojos como
los últimos y cobardes testigos de una
desgracia.
Otro
rayo y un relámpago después. Afuera el viento soplaba haciéndose sonar como una
continuidad de infinitas letras “ú” (“úúúúúúú”), y las maderas crujían
golpeándose contra la ventana. Este rayo fue infame: eso que antes había
parecido moverse cerca de la ventana, ahora estaba estático junto a ella.. Cuando
el rayo iluminó todo, los ojos de la criatura refulgieron. Estaba frente a él,
mirándolo. Su altura era inferior a un metro y su forma indescriptible. Tenía
un color opaco como a basura, llamativos ojos amarillos y no daba rastro alguno
de alguna extremidad como brazos o piernas.
Su
corazón latía más y más fuerte, mientras se fregaba los ojos esperando que sus
sentidos lo estén engañando. Deseaba que esa figura no fuera más que una mancha
sobre alguno de sus ojos. Se enjugaba la frente quitándose todo las gotas de sudor
y rezaba desesperado todas las oraciones que no recitaba desde hacía mucho
tiempo. Este acompañante parecía de una consistencia viscosa como el petróleo o
el alquitrán. La criatura permaneció inmóvil, estática, a un lado de la ventana.
Miraba, inanimado. Lo observaba acurrucarse en su sillón, taparse la cara con
la bata. Él temblaba sin entender que
tenía delante, a unos escasos metros. Miraba a la criatura y la criatura
lo miraba a él. Cerraba los párpados de forma pausada y a conciencia -con un poco más de fuerza de
lo normal -, esperando que su incómodo
visitante se esfumara.
La criatura permanecía
inmóvil, mientras él, agotado, sentía cada vez más el cansancio. El duelo se
sostuvo hasta que fue resuelto por un desmayo. El visitante miraba, siniestro,
maligno, como un pequeño demonio con espirales en sus ojos, parecía querer
devorarse la noche.
Por la mañana la criatura
se había marchado, pero su presencia se podía sentir en el ambiente, detrás de
un mueble, debajo de la cama o escondido entre esos montones de ropas y libros
que formaban nidos en el suelo. Él no lo podía ver. Pero sabía que seguía allí,
esperando el momento más oportuno para atacarlo.
Poema de amor
Como la
transpiración del caballo o a lo que remite su olor. Como el calor de ese pelo
mojado palpitante. Como la idea de libertad, sujeta a una cincha apretada de
cuero, de piel, de sí, y a las espuelas punzantes, al freno que las muelas todavía
no liman, a las riendas que sujetan manos de futuro dirigido. Como la esclavitud
fiel y orgullosa, de amistad cruzada de rencores, de sonrisas de reojo, de paciencia que
mastica sueños rotos comparados. Como el galopar de placer vibrante que vuela deslizándose
por la superficie penetrada de la tierra. Como el anverso encorvado –puro piernas–
de voluntad espoliada, de acción ciega, de orejas vueltas hacia la nada. Como
el sinsentido de la existencia, su andar deambulante o su mirada sin párpados. Como
esta vida bajo un signo.
28/4/14
Malena
Cuando
a Malena le pidieron ayuda para cruzar la avenida, estaba pensando en cualquier
cosa, pero tuvo la inmediata reacción de aceptar con sonrisa cálida, cosa que
la hubiera enorgullecido a no ser porque quien la reclamaba era ciego. Por lo
tanto, no estuvo muy segura si su gesto, envuelto en el ruido de Callao, fue
bien comprendido por el ciego. Seguro, dijo con voz clara, y ya estaba
ofreciendo su brazo.
Un
cuerpo despedido hacia un costado, una cadera golpeando el asfalto, el bastón
rodando un poco, los anteojos revoleados pero aun colgados de la oreja, la
confusión de un hombre que yace a un costado de la senda peatonal, una
enfermera paralizada en una postura absurda. Los elementos dispersos van
cobrando sentido a los ojos de los caminantes, en el extrañamiento inaudible de
los automovilistas detrás de los parabrisas. La enfermera, Malena, empujó a un
ciego y lo arrojó al medio de la avenida.
Esa
escena mental se formó en el aturdimiento de Malena mientras cruzaba Callao y
empezó a creer que el ciego le estaba tocando el culo y sólo atinó a
desplazarse de lado, aunque el ciego la siguió y le volvió a agarrar un cachete
del culo y Malena cada vez más desconcertada quiso apurar el paso y nunca una avenida fue tan larga de cruzar ni la dirección tan incierta, aunque se dejó llevar un poco por el ciego hasta la vereda, donde pudo zafarse y caminar rápido hasta su casa y una vez adentro pudo gritar.
Gritar, en parte por odio al ciego, pero también y un poco más porque no supo reaccionar como debía, como se merecía, pero también gritar porque la insistencia de la mano del ciego bien podía ser una verificación de insolencia, aunque quizás, si bien esto era improbable, una confianza en ella y su guía por un cruce difícil, y gritó, gritó mucho por el calor en la cara y por encontrar un poco de certidumbre.
Gritar, en parte por odio al ciego, pero también y un poco más porque no supo reaccionar como debía, como se merecía, pero también gritar porque la insistencia de la mano del ciego bien podía ser una verificación de insolencia, aunque quizás, si bien esto era improbable, una confianza en ella y su guía por un cruce difícil, y gritó, gritó mucho por el calor en la cara y por encontrar un poco de certidumbre.
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